Los nacionalismos –conviene precisarlo desde un buen principio: todos los nacionalismos, da igual que correspondan a una Nación grande o pequeña, tanto da si la Nación afectada es ya un Estado soberano o si aspira a alcanzar la independencia- tienen siempre un importante número de puntos en común, de coincidencias. Una de ellas, a mi modesto modo de ver muy sorprendente aunque parece que apenas nadie se sorprende al observarla, es que los nacionalistas –repito, todos los nacionalistas- coinciden en aseverar con frecuencia que “se sienten orgullosos de ser” de la Nación a la sienten unidos, ya sea esta el Estado soberano del que forman parte como ciudadanos desde un punto administrativo o formal, o sea otro tipo de Nación sin reconocimiento internacional como ente independiente.

¿De qué se sienten orgullosos? ¿Orgullosos de que el azar les hizo nacer en un determinado lugar? ¿Orgullosos de qué? Comprendo que una persona pueda sentirse legítimamente orgullosa de algo que ha conseguido y por lo que ha luchado para conseguir. Pero no entiendo que nadie pueda sentirse orgulloso de algo que le vino dado desde el mismo momento de su nacimiento, como es la nacionalidad, la familia, las características físicas… ¿Cómo puede uno sentirse orgulloso de algo que no hizo nada por conseguir, de algo que le fue dado de forma tan accidental como gratuita?

No entiendo que nadie pueda sentirse orgulloso de algo que le vino dado desde el mismo momento de su nacimiento, como es la nacionalidad

Estas en apariencia fútiles reflexiones estivales vienen en gran parte causadas por la celebración de los Juegos Olímpicos de Río. Aunque unos y otros dicen y repiten siempre que el deporte no tiene nada que ver con la política, lo cierto es que cada cita olímpica –como casi todas las competiciones deportivas, pero en este caso magnificada por la proyección realmente universal que han adquirido los Juegos Olímpicos- representa una suerte de exhibición competitiva indecente de nacionalismos representada en directo y también en diferido a través de centenares o incluso miles de cadenas de televisión del mundo entero. Una impúdica exhibición competitiva de todo tipo de nacionalismos, tanto de todos los allí representados de forma oficial como la de todos aquellos que desearían estar allí con su propio himno y su propia bandera. Unos y otros aprovechan estas y muchas otras competiciones deportivas como excusa para “sentirse orgullosos” no ya de lo que son por puro accidente biológico y geográfico, sino incluso de lo que ha conseguido en Río de Janeiro otro u otros miembros de su Nación, sea esta cual sea, tanto da que sea la del himno y la bandera con las que ha competido o sean otros, tanto el himno como la bandera.

 Mi viejo, añorado e inolvidable amigo Jaume Perich lo dejó escrito hace ya muchos años con su habitual ácida lucidez: “El nacionalismo es creer que el hombre desciende de distintos monos”. Y Perich, claro está, se refería a todos los nacionalismos. A los grandes y también a los pequeños. A los triunfantes y a los que aspiran a triunfar.