Resulta lógico que el presidente ruso niegue que él o su país tengan algo que ver con la filtración de emails que ha sacado los colores al partido Demócrata norteamericano en plena convención, pero lo cierto es que recuerda mucho al “todo es falso, salvo algunas cosas” de la corrupción en el partido de Mariano Rajoy. Y en el caso ruso esas “cosas” se llaman dopaje, Litvinenko, Masjadov, Yuschenko o Chechenia.

Opina algún experto en la prensa internacional que a Putin tanto le da que las próximas elecciones las gane Clinton o Trump, pero los piropos del candidato republicano hacia el ruso, expresando su admiración por la política de “mano dura” del amo del Kremlin, invitan a pensar en un extravagante mutuo entendimiento y, por tanto, en la posibilidad de que los rusos sí estén detrás de los 20.000 emails filtrados a Wikileaks en los que se aprecia que la dirección demócrata maniobró para perjudicar al candidato izquierdista Bernie Sanders.

La estrategia es negarlo todo hasta el final, por supuesto, incluso después de publicados exhaustivos informes en los que se demuestran actuaciones que recuerdan a las películas sobre la Guerra Fría, la CIA y el KGB. Como el reciente informe Mc Laren, en el que se ofrecen datos fiables sobre la conexión entre el gobierno de Putin, las autoridades deportivas y los servicios secretos rusos para esconder el dopaje de sus mejores atletas. Ocurrió en Sochi, sede de los juegos de invierno de 2014 y donde se ubica la famosa dacha de Stalin. Todo muy simbólico.

El espionaje ruso lo tenía fácil. Se hicieron con una de las habitaciones contiguas al laboratorio de análisis de las pruebas de dopaje e hicieron un pequeño agujero por el que pasaban las muestras de los atletas rusos. En un par de horas les quitaban el precinto con un método secreto y devolvían al laboratorio otras nuevas con la orina limpia de los deportistas obtenida en meses anteriores. A los espías que participaron en el entramado les llamaban los “magos”.

El objetivo es que no se pille el truco, es decir, no dejar huellas que puedan delatar a nadie, y menos a quienes se ocultan detrás de las órdenes. Uno de los casos más famosos fue el de Alexander Litvinenko, el exespía ruso envenenado en Londres con Polonio radioactivo en 2006. En un informe publicado recientemente, que recoge diez años de investigación exhaustiva, se afirma que Putin “probablemente” aprobó el asesinato, que fue ejecutado por agentes de los servicios secretos rusos.

La BBC lo llamó el “crimen casi perfecto”, y se ha escrito mucho sobre lo ocurrido. Que si una taza de té en el hotel Milenium del exclusivo barrio de Myfair, que si trazas de Polonio por otros lugares de Londres... toda una película de espías que ocultaba la realidad. Tuve la oportunidad de hablar con la viuda de Litvinenko, Marina, cuando presentaba por todo el mundo un libro denunciando lo ocurrido, y ella lo tenía muy claro. Su marido era teniente coronel del FSB, el principal heredero del KGB, cuando Putin estaba al mando a finales de los años 90 y conspiraba ya para convertirse en presidente. Litvinenko le acusó de estar detrás de un grave atentado en Moscú del que oficialmente se acusó a los chechenos en busca de un motivo para iniciar una nueva guerra.

Nunca se lo perdonó, y tampoco hizo tanto Putin por ocultar su relación con lo sucedido. El principal sospecho de asesinar a Litvinenko, Andrei Lugovoi, fue elegido diputado un año después y goza de inmunidad parlamentaria.  Posteriormente fue galardonado por sus servicios a la patria y, según la BBC, dirige un programa en la televisión rusa con el curioso título de “Traidores”.

Putin también hizo de las suyas en Ucrania. En 2004 ya conspiraba contra cualquier intento de alejamiento del país de la madre Rusia y en la campaña electoral de aquel año resultó envenenado Viktor Yuschenko, reformista poco adecuado para el Kremlin. Los presuntos autores fueron miembros del SBU, servicios secretos ucranianos herederos del KGB soviético. La dosis de dioxina que le inocularon en una comida no fue suficiente para matarlo, pero le deformó gravemente el rostro. La sustancia causante era tan sofisticada que solo podía generarse en laboratorios norteamericanos o rusos.

Otro frente importante para Putin ha sido Chechenia, donde se ha librado la guerra más sucia que ha emprendido el Kremlin y donde terminó de involucrar a los servicios secretos rusos. Su objetivo inicial fue Aslan Masjadov, el presidente separatista al que ya habían intentado asesinar en numerosas ocasiones. Putin se limitó a poner precio a su cabeza: diez mil dólares  a quien aportara información.  Lo encontraron en un bunker próximo a Grozni, la capital chechena, y no le dieron tiempo a negociar: descargaron un cargamento de granadas sobre el refugio. Después, por si había que repetir la hazaña, el FSB se encargó de certificar que los informadores habían recibido puntualmente la recompensa.

El FSB es el más importante de los servicios de inteligencia que sucedieron al KGB y uno de sus objetivos principales continúa siendo Washington. La serie estadounidense The americans narra la vida de una pareja de espías rusos que intentan hacer una vida normal, con hijos que no saben nada, mientras desarrollan su labor e incluso asesinan a diestro y siniestro. ¿Ficción? El diario The Guardian destapó recientemente una historia real muy parecida: la de los hermanos Foley.

Tan real como que dos de los denominados “Swing states”, los que deciden quién será el futuro presidente, son Ohio y Pensilvania, donde muchos ciudadanos tienen raices en Polonia, Ucrania y los países bálticos. ¿Optarían ellos por Trump antes que por Clinton?