Un mes ha transcurrido desde aquel fatídico 24 de julio. 30 días que han servido para calmar los ánimos anónimos, a pesar de que los de las familias de las víctimas siguen a flor de piel, a la espera de que el tiempo disipe algo el inaguantable dolor. No todo. Es imposible. De las fotografías impactantes, algunas demasiado explícitas, el pesar de las crónicas, las discusiones técnicas protagonizadas por quienes acreditan su papel de expertos con un título universitario adquirido en dos viajes en AVE, se ha pasado a los imputados, testigos, homenajes, controversias sobre señales y las repercusiones económicas para un sector ‘estratégico’ en el PIB patrio ¡Mierda de dinero y de intereses económicos!

Es curiosa la celeridad con la que nos hemos olvidado de instantes, situaciones y cosas importantes, destacadas hasta la saciedad en las 72 horas que siguieron a la tragedia. Es lo que tiene el ser humano, dejamos de lado las cuestiones verdaderamente valiosas para centrarnos en otras, en las que marcan los periódicos.

En aquellos primeros días no faltaron los elogios a las personas que aquella maldita tarde-noche con sus uniformes de policías, bomberos, protección civil, conductores de ambulancia, médicos y desconocidos trabajaron incansablemente durante horas con el único fin, profesional o no, de echar una mano, de ayudar a los heridos, de hacer que los fallecidos tuvieran un final lo más digno posible. Lo mismo ocurrió en los centros hospitalarios, con el personal sanitario, de servicio o no, de vacaciones o no, al igual que psicólogos, forenses… Y qué decir de los gallegos y turistas solidarios que dieron su sangre para que nadie la echara de menos.

Las vecinas de Angrois

Después de un mes recuerdo a las vecinas de Angrois, las primeras que por proximidad reaccionaron; todas con sus batas de casa, distintas a las de ‘guatiné’. Ellas, porque en Galicia es así, dirigían y hacían; mandaban y ordenaban. Tapaban y cuidaban a los heridos, les limpiaban la sangre… y siempre con sus batas de casa, como si de fonendoscopios se tratara.

No sé si en el resto de España esta prenda tan simple es común. En Galicia sí, sobre todo entre las ‘mayores’. Da igual que sea invierno o verano; las batas son siempre las mismas con la diferencia de la ropa que cubre en capas (durante el frío) o no (en los meses de calor). Y esa prenda tan simple se ha convertido en un símbolo, en el emblema de la solidaridad de la gente normal y corriente, de las personas anónimas de aquel 24 de julio.

El arrojo y la valentía de los vecinos de Angrois, sin pararse a pensar siquiera en los peligros que sus acciones podrían tener para sus propias vidas, merecen toda la admiración y son ejemplo de hasta dónde llega la buena voluntad. Y de nuevo aquí es necesario mencionar a las madres y abuelas de las batas de casa porque se olvidaron de sus males, de sus enfermedades y de los dolores de los achaques propios de la edad para ayudar a quienes más lo necesitaban. Y eso es Galicia.

Ahora se habla de imputaciones, de exministros, del ‘y tú más’… Y dentro de unas semanas, metidos ya en la vorágine política de septiembre con sus papeles, corruptos y demás, el accidente ocupará lugares poco destacados en periódicos e informativos. Entonces, las huellas que un suceso de esta magnitud ha dejado en las batas de aquellas abuelas, madres o tías, sólo permanecerá en sus cabezas… y en las de las personas a las que ayudaron.

Mi abuela, si viviera, hubiera llorado al ver por televisión las imágenes del accidente y lo habría hecho, sentada, con su inseparable bata de casa.

*Este artículo fue publicado en Crónicas Lerenses al cumplirse justo un mes de la tragedia de aquel verano de 2013.