Hace tres meses se estrenaba El libro de la selva, intento de recuperar para los espectadores actuales la novela de Kipling llevada a la gran pantalla en varias ocasiones y bajo diferentes enfoques. Ahora, llega La leyenda de Tarzán, que opera en términos muy parecidos más allá de su relación selvática. El personaje creado en 1912 por Edgar Rice Burroughs, que protagonizó más de una veintena de novelas, tuvo su primera recreación cinematográfica en 1918 en Tarzán de los monos, de Scott Sidney, y desde entonces el personaje fue objeto de algunas series de largo recorrido y éxito y con actores como Johnny Weissmuller, Bruce Bennett, Lex Barker, Gordon Scott o Mike Henry que con mayor o menor profusión dieron vida a Tarzán. A partir de los años setenta, aproximadamente, se sigue recurriendo pero de manera residual, en películas de apenas alcance hasta llegar a los ochenta, en la que vuelve a surgir en producciones como la olvidable Tarzán, el hombre mono, vehículo para Bo Derek orquestado por su marido, Greystoke, la leyenda de Tarzán, de Hugh Hudson, con Christopher Lambert en el papel dentro de una producción muy por encima de las que solían destinarse anteriormente al personaje y, años después, Tarzán y la ciudad perdida, en este caso con Casper Van Dien, o en el mismo año, 1999, Tarzán, película de animación de la Disney. Son solo algunos de los ejemplos de un interés por la creación de Rice Burroughs que siempre han buscado, en cada momento, adaptarse a su tiempo a la par que mantener cierta esencia.

Comentaba Roberto Morato en el último número de Imágenes de Actualidad que la gran pregunta alrededor de la película de David Yates gira alrededor de si las nuevas generaciones de espectadores serán o no capaces de conectar con el personaje. La pregunta es más que pertinente, dado que La leyenda de Tarzán es el tipo de producción que aspira a ser algo más que un estreno frontloaded y a tener un cierto recorrido en taquilla más allá de su primer fin de semana (al menos, en principio, esa es la impresión). Para ello, claro está, y dadas las características de la película, necesita atraer a un público muy diverso, teniendo en cuenta que estamos en temporada de verano y cada fin de semana aparece una película fuerte de cara a taquilla.

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Lo anterior tiene relevancia en tanto a que La leyenda de Tarzán está construida, en varios sentidos, pensando en ello. Es decir, por un lado nos encontramos una estructuración del relato que no puede ser más clásica en su linealidad y en su presentación –lo cual, por supuesto, no es nada malo per se-. Comienza con Tarzán (Alexander Skarsgård) en Inglaterra, después de haber regresado de la selva, compartiendo título y mansión con Jane (Margot Robbie). Convertido en apariencia en un perfecto aristócrata inglés, aceptará volver al Congo por cuestiones comerciales (con el propio personaje al cine), si bien, detrás de su visita se esconde un plan urdido por Leon Ron (Christoph Waltz), quien planea controlar el país. Junto a Tarzán y Jane, se unirá a la expedición George Washington Williams (Samuel L. Jackson), un norteamericano que pretende averiguar si está habiendo esclavitud por parte de la corona belga. Solo con estas breves líneas queda patente que los responsables de La leyenda de Tarzán no han abusado en exceso a la hora de construir la historia de la película. No han buscado, en verdad, nada que se salga del concepto previo que podíamos tener antes de asomarnos a sus imágenes.

Es evidente la pretensión de trazar un mínimo de profundidad sobre el personaje a través de unos innecesarios y abusivos flashbacks, que sirven en dos direcciones. Por un lado, para recuperar a modo de retazos rápidos la vida de Tarzán desde su infancia hasta que conoce a Jane; por otro lado, para enfrentar al personaje con su identidad, la parte salvaje y la parte civilizada. Pero aparte de ralentizar el ritmo de la película en varios momentos, tan solo cumple el primero de los propósitos, entendemos que para que aquellos espectadores que no hayan escuchado hablar de Tarzán tengan un breve resumen. En cuanto al enfrentamiento de Tarzán con sus fantasmas del pasado, uno de ellos más o menos relevante en la historia, no supone nada que actualice al personaje, como decíamos, para cierto tipo de espectadores.

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Pero es que no son ni los personajes ni la historia lo que han trabajado en La leyenda de Tarzán para convertirla en un producto viable de consumo actual, sino en sus imágenes. Ya en la película Tarzán es considerado casi un mito, como vemos en la portada de una revista o en varias ocasiones se lo escuchamos a algunos de los personajes. A partir de ahí, la película de Yates se ocupa de ir desarrollando secuencia tras secuencia el mayor número posible de escenas de acción de lo más variadas, operación tamizada bajo cierta idea de lo que es la aventura, pero que en realidad esconde entregar unas imágenes espectaculares en las que se recurre a todo tipo de recursos visuales, desde un arranque de montaje rápido e imágenes ralentizadas que acercan a la lucha, o bien la secuencia de pelea entre Tarzán y un gorila, digna de recuerdo por las habilidades de éste, hasta los grandes planos en los que prima el conjunto. Hay, como en gran parte de los blockbusters actuales, una búsqueda constante de la hiperrealidad en las imágenes, de negar los contornos del fantástico, o de lo imaginativo, tendencia que nos hace pensar que cada vez más se persigue más el espectáculo que pueda pasar por real (no solo posible dentro de la ficción) mediante una experiencia que, aunque todavía rodeada de cierto centro narrativo, pueda impactar al espectador desde una perspectiva sensorial.

Tarzán pone de relieve la parte casi fantástica, o irreal, del personaje, pero a su vez se esfuerza porque el espectador reciba al mismo, y a sus hazañas, dentro de un marco de lo probable mediante unas imágenes magníficas, con momentos verdaderamente buenos, pero que en conjunto encontramos algo deslavazadas, sobre todo, por el constante intento de dotar de empaque discursivo a la historia, lo cual acaba resultado forzado e innecesario. Al final, La leyenda de Tarzán, resulta un buen espectáculo, pero su indefinición a la hora de decantarse por una naturaleza concreta como película, en parte por la cuestión que apuntábamos al comienzo, acaba creando una extraña convivencia en sus imágenes que no termina de estar del todo resuelta. En cuanto a si este nuevo Tarzán será del agrado de los nuevos espectadores, habrá que esperar para saberlo.