A estas alturas del año –recién celebrada la noche de San Juan en la que “comparten su pan, su mujer y su gabán gentes de cien mil raleas”- España toda es una terraza en busca de la sombra y la noche donde compartir la palabra amiga aunque sea a gritos. El español de tierras abajo de las cornisas cántabro-pirenaicas es un ser de calle; de chateo, barra, velador y amante tanto del vientecillo de las noches de verano como de las resolanas en invierno. La calle con su luz nos atrae con el mismo imán que los regatos buscan los arroyos en agitado trote. Hemos llenado nuestros pueblos y ciudades de bares, restaurantes, plazas, bancos, miradores e infinidad de rutas peatonales hasta tal punto que el ojo cenital de Google nos observa como a manifestaciones de abejas revoloteando entorno a las colmenas.

En las terrazas, al igual que acodados en la barra del bar o cual transeúntes varados en los modernos restaurantes de moda que revientan nuestras celebradas algarabías, nos convertimos en la grey más alborotadora del mundo. Nuestras voces se encaraman, planta a planta, por los edificios de las calles o plazas que hollamos hasta alcanzar los áticos de los rascacielos que atronamos con vaharadas de roncos alaridos. Pero abajo, a ras de tierra, en ese territorio compartido por el camarero, la tortilla de patata con pimientos, el boquerón frito y el hectólitro de cerveza o tinto de verano, tanto da, somos legiones de palabras acariciadoras la mayoría.

El carrito del bebé, el perro, la abuela paralítica, el primo asombrado que vino del pueblo, la erasmus polaca blanquísima y la ruidosa cohorte de una
despedida de soltera se dan la mano como si vinieran de una misma madre. Las conversaciones intrascendentes, los monólogos de los enamorados, tan
quejumbrosos, y el trasiego de vidrios y platos transforman el sonido ambiente en una salmodia que bien podríamos tener como el himno laico de
nuestro tiempo, un rum rum imprescindible que nos libera de un vivir tan jodidamente duro y eléctrico.

Naturalmente no existe un solo tipo de terraza, son tantas como nuestros sentimientos, pero a todas las anilla la libertad de la calle y su aire caprichoso. Salimos con la pretensión de respirar mejor, de rozar los ojos del amigo o mitigar el escozor del látigo del día. La terraza se convierte así en el primer psicólogo de España y, en ocasiones, nuestro único espacio festivo. En ella cabemos todos, incluso la pobreza, y en sus horizontes se apostan desde el acordeón balcánico hasta el rítmico cantar de las olas del mar al pie de millones de estrellas bailarinas.

La terraza en España, además de una costumbre, es una necesidad en los últimos tiempos; hasta los nuevos bares y restaurantes se diseñan pensando en abrir de par en par todas sus puertas a las aceras así que el primer rayo de sol temple nuestras mejillas. El cambio climático, además, ha venido a suavizar la dureza de la ley antitabaco que largó hasta la calle con mano de guardia a los de la colilla, y alargar en el tiempo nuestra vida en la calle.

Plazas gemelas a la sevillana de El Salvador, en la que se cañea la Cruzcampo hasta bien entrado diciembre, crecen en los rincones más insospechados de España; las noches de suave invierno aparecidas como un milagro llegaron a expulsar de su cobijo, con sus farras, al gran escritor y explosivo articulista, Javier Marías, según propia confesión. Y en el barrio Húmedo de León el carámbano del norte no logra armar sus lenguas de hielo ante la insistencia constante de tantos vahos de alcoholes ligeros y canciones de estudiante.

Si, las terrazas son un fenómeno tan potente que cogidas unas a otras de la mano llegan a constituirse en “zonas de terrazas”. En las poblaciones costeras hay paseos marítimos kilométricos copados por ellas alineadas a cordel, y millares de ciudades y pueblos han sido tomados por estos ejércitos de mesas y sillas armados de palabras con sus risas y raciones de condumio con el beneplácito recaudador de los ayuntamientos que no les preocupa el sueño vecinal.

En Madrid, por ejemplo, la plaza de Olavide, corazón del barrio de Chamberí, juega toda ella al corro de (la tortilla) de la patata, en tanto que los
gallegos de Estrella de Galicia libran una crudelísima batalla comercial con Mahou en su empeño por conquistar este fortín de la cerveza, el barrio y su
chanza de bar.