Grandes familias es el título que se ha dado a Belles familles, cuya traducción sería en realidad “familias políticas”, noveno film de Jean‑Paul Rappeneau como director, responsable de títulos como la excelente Cyrano de Bergerac (1990), que protagonizaba Gerard Depardieu, o de El húsar en el tejado (1995) que contaba con la presencia de Juliette Binoche. Familias políticas porque hay dos grupos familiares unidos por un único miembro que falleció hace algún tiempo.

Una trama que se desarrolla en una pequeña localidad de provincias y que quizá a más de uno le puede traer a la mente el cine de Claude Chabrol en cuanto a que el film de Rappeneau también es un fresco sobre la burguesía aunque éste último transite por los territorios de la comedia. El film tiene como eje central a Jérôme Varenne, a quien encarna el siempre excelente Mathieu Amalric, hijo del que fue un prestigioso médico de aquella población y quien trabaja como financiero en Shanghai que, al viajar a Londres por un asunto de negocios, hace escala en París, junto con su atractiva prometida china (Gemma Chan), para visitar a su madre (Nicole Garcia) y a su hermano (Guillaume De Tonquédec). Es durante este encuentro cuando descubre que hay un complicado enredo inmobiliario con la gran casa familiar que poseen en una pequeña villa a unos pocos kilómetros de Paris. Pero al mismo tiempo, Jérôme sabrá de algunos asuntos hasta entonces ocultos como también verá su estabilidad emocional alterada al conocer a la jóven Louise Deffe (Marine Vacth).

 

Sin embargo, y a pesar de que Grandes familias parte de unas atractivas premisas, de estar resuelta con una impecable puesta en escena y contar con un más que eficiente reparto —entre el que se encuentra el siempre excelente André Dussollier, unos de esos veteranos rostros imprescindibles del cine francés—, su desarrollo acaba siguiendo los tradicionales clichés narrativos del género, donde no faltan los juegos amorosos, las discursiones, los secretos o los engaños. Una irónica mirada a las relaciones entre los miembros de una familia burguesa, y al mismo tiempo a los tejemanejes de la burocracia y la especulación inmobiliaria que recaen principalmente en las figuras del vendedor (Gilles Lellouche), amigo de la infancia de Jérôme y del notario de la localidad (Jean‑Marie Winling).

Pero más allá de estas cuestiones, y a pesar que el film produzca una cierta sensación de que se le podía haber extraído mucho más jugo a los personajes, una de sus principales virtudes se halla precisamente en su frenético ritmo que, unido a la gran variedad de situaciones que se suceden de manera vertiginosa, en especial en su tramo final, hacen que su visionado se siga con agrado. Algo que adquiere especial relevancia al saber que quien está detrás de la cámara es ya un octogenario cineasta, aunque se apellide Rappeneau.