Ignoro si son cosas de la primavera, que dicen que la sangre altera, pero lo cierto es que vivimos tiempos de mutaciones en nuestra vida política. Ya nos lo avanzó hace pocos días la diputada de la CUP Anna Gabriel al anunciar que mutaba “el procés”, después de su veto a los Presupuestos de la Generalitat presentados por el Gobierno de Junts pel Sí, con el que pocos meses atrás habían firmado un supuesto pacto de estabilidad parlamentaria.

Pero donde más y mejor constatamos este tiempo de mutaciones es en la campaña electoral ahora en curso. Para comprobarlo basta y sobra un repaso sobre lo visto y oído durante el debate televisivo del pasado lunes por la noche.

Hubo mutación ya en la simple presencia del berroqueño Mariano Rajoy en un debate a cuatro al que hasta ahora se había negado al ser consciente de estar solo ante el peligro, sin nadie que le acepte como posible futuro socio. Mutación hubo también por parte de Pedro Sánchez, que se decidió por marcar su territorio propio cuando se distanció casi tanto de Pablo Iglesias como de Rajoy, pero sin hacerlo apenas con Albert Rivera, por aquello del pacto fallido que PSOE y C’s firmaron y que puede tener aún continuidad. Hubo mutación asimismo por parte de Rivera, hipercrítico una vez más con Iglesias pero casi tanto también con Rajoy, y todo ello apenas sin distanciarse de Sánchez por las razones ya expuestas. Pero la mayor de las mutaciones es sin duda la protagonizada por Pablo Iglesias, en especial durante el citado debate, pero ya desde antes del inicio de esta campaña electoral.

Poco o nada se asemeja el Pablo Iglesias de estos últimos días con el de la todavía tan reciente campaña de las elecciones del 20D. No se trata solo de su alianza con IU-UP, a la que había menospreciado y maltratado con todo tipo de descalificaciones. No se trata tan solo de su reivindicación teórica de la izquierda cuando se había hartado de asegurar que Podemos no era de derechas ni de izquierdas sino de los de abajo contra los de arriba. No se trata ni tan siquiera de esta rara y explosiva mezcla de influencias ideológicas y políticas admitidas por Iglesias, desde el marxismo-leninismo hasta el peronismo, pasando por el bolivarianismo de Chávez y Maduro, o pensadores tan distintos y distantes como Antonio Gramsci o Ernesto Laclau, sin olvidarnos a un personaje del calado de Julio Anguita… Tampoco se trata solo de su insólita e inesperada autoadscripción a la socialdemocracia, tan denostada por él y sus compañeros hasta ahora. Se trata sobre todo de su raro y sorprendente descubrimiento de las bondades del PSOE como socio preferente para una coalición de gobierno.

¿Dónde quedan ahora todas las descalificaciones, todos los insultos, todos los ataques que el mismo Pablo Iglesias repitió hasta la saciedad contra los socialistas? ¿A qué corresponde esta mutación tan súbita? ¿Será acaso que todo ello responde a la ilusión que le ha creado la posibilidad del tan célebre “sorpasso” que situaría a Podemos por encima del PSOE en votos y en escaños? Y si no hubiese “sorpasso”, ¿asistiríamos a una nueva mutación, esto es a un regreso a los orígenes que impidieron que después del 20D se pudiese abrir un nuevo período político en España, con un gobierno de cambio y progreso que mandase a la oposición al PP, con Mariano Rajoy al frente?

¿Es ahora Pablo Iglesias un lobo con piel de cordero? ¿Pretende matar al oso antes de haberlo cazado? Yo, por si acaso, desconfío de las mutaciones. Además, siempre he preferido el original a una copia, por buena, bonita y barata que ésta pretenda ser. Por ello, socialdemócrata liberal como he sido desde mi juventud, prefiero la socialdemocracia de siempre. Que me llamen viejo ya no me importa: lo soy. No tanto como Vicenç Navarro o Julio Anguita, casi tanto como Manolo Monereo o Jorge Verstrynge…