Uno de los principales errores cometidos en España desde el período de la transición de la dictadura a la democracia ha sido la ausencia absoluta de una auténtica educación cívica y social, de una difusión y sensibilización masiva de los fundamentos de un sistema democrático de convivencia libre, ordenada y pacífica. Lo peor es que aquel error inicial, explicable tal vez por las complejidades y dificultades de todo el proceso de la transición, se ha prolongado hasta la actualidad, como estamos comprobando con excesiva frecuencia.

No existe ni puede existir un sistema realmente democrático sin un Estado de derecho que le sustente y ampare. Sin el debido respeto y cumplimiento del ordenamiento legal por parte del conjunto de la ciudadanía la democracia queda herida de muerte, porque la sociedad queda expuesta al dominio del más fuerte, a la ley de la selva pura y simple. El conjunto de un ordenamiento jurídico emanado de unas cámaras legislativas formadas por los representantes democráticos de la ciudadanía debe ser respetado y acatado por todos, incluso por aquellos que legítimamente deseen modificarlo a través de los medios establecidos para proceder a los cambios necesarios.

Llevamos ya demasiados años de menosprecio generalizado respecto a algo tan esencial como es el imprescindible respeto al Estado de derecho. En mi misma ciudad de Barcelona, y en concreto en el barrio donde aún vivo, el de Gràcia, llevamos ya muchos, demasiados días, sometidos al vandalismo sin freno de unos pocos centenares de sujetos que, con la excusa de la reivindicación contra el desalojo por orden judicial de un local “okupado”, han provocado y todavía siguen provocando todo tipo de desmanes: destrozos tanto en el mobiliario urbano como en locales particulares y públicos, quema de coches, motos, contenedores, cajeros bancarios automáticos, escaparates, sillas y mesas de terrazas, con el añadido de agresiones tanto a varios agentes de la Policía Autonómica como a periodistas y equipos de televisión, así como a algún que otro viandante. 

¿Tiene algo que ver todo ello con que, por poner un ejemplo, desde las propias instituciones públicas se haya fomentado y fomente aún la desobediencia a las leyes, como desde hace unos años hace el propio Gobierno de la Generalitat, antes bajo la Presidencia de Artur Mas y ahora con Carles Puigdemont como presidente? ¿Tiene algo que ver todo esto con que la alcaldesa de Barcelona Ada Colau diga y repita que no acata ni respeta “leyes injustas”?

La desobediencia civil, legítima y por tanto respetable cuando se da a nivel individual, no es admisible cuando quienes la defienden y practican son representantes democráticamente elegidos para ocupar cargos públicos de gobierno o incluso de oposición.

Cuando se abre la posibilidad de la desobediencia al Estado de derecho, ¿quién fija los límites a los que puede llegar esta desobediencia? ¿Los ciudadanos de a pie estamos tal vez legitimados para desobedecer las leyes, normas y órdenes emanadas de quienes desde la autoridad legitiman la desobediencia al Estado de derecho cuando no están de acuerdo con alguna o algunas de sus leyes, normas u órdenes?

Por poner un ejemplo reciente, ya que el cardenal-arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, ha hecho un llamamiento a los católicos españoles a desobedecer todas las leyes basadas en la igualdad de género, ¿le parecerá bien a este individuo que, en justa reciprocidad, los partidarios de las leyes basadas en la igualdad de género desobedezcamos todas las leyes que respetan y defienden las creencias religiosas, sus prácticas y su financiación pública, por ejemplo?

Lo dicho respecto a Antonio Cañizares es válido también para cualquier otra persona que defienda la desobediencia al Estado de derecho y al mismo tiempo quiera acogerse a su amparo. Sin Estado de derecho no hay democracia, solo queda la ley de la selva en la que siempre se acaba imponiendo el más fuerte, el más poderoso.