Quizá ante figuras que generan admiración y animadversión a partes iguales como es el caso del controvertido y mediático Michael Moore haya que despojarse de algún perjuicio para tratar de analizar con imparcialidad su figura, tanto en lo bueno como en lo malo. Una figura en sí misma contradictoria en la que se mezclan un espíritu crítico, desafiante y provocador que hurga en temas espinosos, con unas maneras, en ocasiones un tanto efectistas, en la que combina su ironía, un cierto aire de sensacionalismo y una tendencia a estar omnipresente en cada uno de los planos de sus documentales que, por otra parte, poseen la virtud de estar narrados con gran agilidad. Una amalgama que le ha funcionado a la perfección aunque con sus últimos títulos su estrella parece haber ido menguando.

Pero dicha amalgama viene también con otra cuestión añadida, algo que en cierta manera es inherente al género del documental como es el punto de vista. Lo que de forma muy simple se suele resumir con la manida expresión de que las cosas son según como se miren. Y no solo por el hecho de que las partes enfrentadas en un mismo conflicto ofrezcan sus propias versiones de los hechos, sino por la ideología, los intereses o las simpatías de quien está detrás de la cámara que, consciente o inconscientemente, acaban influyendo en su enfoque del relato. Y es ahí, donde surge uno de los eternos dilemas del cine documental, ¿hasta que punto la realidad es mostrada con rigor, con objetividad? ¿hasta que punto es tergiversada? ¿se cuenta la verdad en su totalidad o una parte de esa verdad? Dilemas que ha cuestionado aún más una suerte de subgénero tan atractivo como el falso documental o mockumentary al hacer pasar por real una historia falsa, como llevan a cabo títulos de la talla de La verdadera historia del cine (Costa Botes y Peter Jackson, 1995), sobre un ficticio pionero del cine u Operación Luna (William Karel, 2002) que sostiene que el aterrizaje en la luna fue un engaño que filmó Stanley Kubrick por encargo del gobierno.[[{"fid":"47363","view_mode":"default","fields":{},"type":"media","attributes":{"style":"font-size: 1em;","class":"img-responsive media-element file-default"}}]]

Sea como fuere, las dudas expuestas más arriba surgen cada vez que Michael Moore presenta un nuevo trabajo, y con razón, pues se ha llegado a probar el dudoso rigor con el que ha abordado algunas informaciones. Y al mismo tiempo, es aquí, enlazando con las premisas apuntadas en el primer párrafo, donde quizá radica la importancia de su figura en una doble vertiente. Por un lado fue uno de los nombres que contribuyó a revitalizar el documental, hasta entonces prácticamente recluido en los pases en televisión, a raíz del éxito de taquilla que obtuvo Bowling for Columbine (2002). Aunque tampoco fue el único, ya que dos años antes Agnès Varda llenó las salas de cine con Los espigadores y la espigadora (2000). Y por otro, y a pesar de sus controvertidas maneras, su afán por escarbar y sacar a la luz temas tan engorrosos en su país como la posesión y el fácil acceso a las armas de fuego, incluso para los propios adolescentes, tomando como punto de partida la masacre del instituto de Columbine; en denunciar las intrigas de la administración Bush en Fahrenheit 9/11 (2004), los tejemanejes del sistema sanitario en Sicko (2007) o lanzar una mirada crítica al mundo financiero en Capitalismo: una historia de amor (2009).

Espíritu con el que el ya sexagenario cineasta ha abordado ¿Qué invadimos ahora? cuyo título posee un sentido irónico, ya que el cineasta, con su habitual mordacidad, se erige como una suerte de soldado que decide “invadir” otros países con la finalidad de conocer sus logros políticos, económicos y sociales y proponerlos después como modelo para corregir las deficiencias internas del suyo.

Moore se entrevista con ciudadanos de a pie, empleados y directivos de diferentes empresas así como con rectores de universidades, ministros y hasta con presidentes, caso de Borut Pahor, el máximo mandatario de Eslovenia, para comprobar in situ las bondades de cada país. Así, durante su periplo, constata que Italia disfruta de unos envidiables derechos laborales; que los colegios en Francia poseen un detallado programa de nutrición para ofrecer una dieta equilibrada a los niños; que en Alemania se enseña la historia reciente del país, incluidas sus sombras, como el nazismo y el Holocausto, al contrario que en Estados Unidos donde apenas se habla en las aulas de la masacre contra los indios o la esclavitud; que Finlandia tiene uno de los mejores modelos educativos, con menos horas de clase que en otros países y pocos deberes; que Eslovenia ofrece estudios universitarios gratuitos; que el sistema penitenciario de Noruega está basado en la rehabilitación y no en el castigo; que en Islandia la plena igualdad de sexos es una realidad o que Túnez, el único país no europeo que el cineasta visita, ha sido el primero, bajo un régimen islámico, en conceder derechos a las mujeres.

 

Sin embargo, y a pesar de que Moore parte de una atractiva premisa, el problema de ¿Qué invadimos ahora? es que trata de abarcar demasiados temas, echándose en falta una mayor profundidad. Pero su punto más endeble reside en la propia mirada del cineasta. No porque deje claro que es un documental destinado al público norteamericano o que pueda parecer que peque de cierta ingenuidad por el hecho resaltar las bondades de los diferentes países que visita, como si Europa fuese un paraíso, sino que, consciente del mensaje de su documental, elude contar que dichas bondades, aunque funcionen, tampoco son perfectas y que dichos países tienen sus deficiencias como también sus sombras. ¿Será por eso que Moore no visitó España?