“Llegará el día en que los hombres vean, como yo, el asesinato de un animal como el asesinato de otro hombre”, decía el gran Leonardo Da Vinci, a finales del siglo XV. Yo espero, como él, que llegue ese día; aunque seis siglos después ese día no ha llegado, al menos en la España que sigue torturando y matando de manera salvaje, gratuita e indiscriminada por puro monstruoso divertimento, lo cual llaman los de la derecha “arte” y “cultura”. Aunque ya estamos un pasito menos lejos, porque ha llegado el día en que uno de los “festejos” más crueles y terribles de este país, el que se hace como sacrificio en loor de la Virgen de la Peña de Tordesillas, la barbarie llamada Torneo del Toro de la Vega, ya no acabará con la muerte a lanzadas y cuchilladas del toro.

La Junta de Castilla-León, con el Decreto Ley 2/2016, ha hecho avanzar a este país varios siglos en lo referente a la evolución ética de una sociedad, la española, que lleva siglos siendo adoctrinada, por obra y gracia del cristianismo, en la cultura de la devoción por la tortura, la sangre y la muerte. «Queda prohibido dar muerte a las reses de lidia en presencia del público en todos los espectáculos taurinos populares y tradicionales», dice literalmente la nueva norma, publicada el día 20 de mayo de 2016 en el Boletín Oficial de la Comunidad autónoma. Y ahora este país es un poco menos cruel y un poco más civilizado.

Sé que los torturadores adeptos a gozar con el dolor y la muerte de otros seres vivos no aceptarán con agrado esta restricción

Ya sé que los torturadores adeptos a gozar con el dolor y la muerte de otros seres vivos no aceptarán con agrado esta restricción, ni está nada claro que vayan a aceptar ni cumplir, de facto, esta norma. Porque son incapaces de sentir compasión. Y ya sé que mucha gente de este país hace una distinción radical entre la vida humana y la vida de otras especies. Una distinción que no es real, que responde a un antropocentrismo, el difundido por el cristianismo, que es una falsedad contra natura; un antropocentrismo ideado, en esencia, para que el hombre se beneficie sin clemencia y sin límite de la naturaleza y del resto de especies, eximiendo a los torturadores de cualquier amonestación moral.

Está más que comprobado que la inmensa mayoría de asesinos de personas lo fueron antes de animales. Está comprobado que la normalización en la conciencia colectiva de una sociedad del maltrato, la tortura o el asesinato de cualquier vida insensibiliza también a esa sociedad en el maltrato y la tortura de sus individuos. Está demostrado que cuanto más democrática es una sociedad más defiende la vida, no sólo de las personas, sino también de los animales. Está muy claro que una sociedad que acepta la crueldad y la tortura no puede evolucionar en paradigmas asentados en el respeto, la solidaridad y la paz. En el fondo, tras el maltrato animal y el regocijo en la tortura de otras vidas, de cualquier especie, se hallan la voracidad, la soberbia, el fascismo y la maldad de los que se enriquecen traficando con sus vidas.

El activista norteamericano por los derechos de los animales Gary Yourofsky suele plantear en sus conferencias la que llama “una gran pregunta”: “¿Por qué constantemente una pequeña minoría de personas tiene que explicarles al resto que esclavizar y matar a seres inocentes es una maldad?”. La respuesta es compleja, pero obvia. Se podría resumir en la idea de que los que se arrogan el monopolio de la moral, de lo que supuestamente está bien o mal, nos adoctrinan en la indiferencia y en el desprecio a los animales, y en la soberbia suprema de hacernos creer que el hombre es “el rey de la creación”. La realidad es que no hay ninguna creación y que la especie humana no es superior al resto. La realidad es que provenimos de una evolución que se ha manifestado en una inmensa y rica diversidad que algunos no respetan en absoluto.

“¿Por qué constantemente una pequeña minoría de personas tiene que explicarles al resto que esclavizar y matar a seres inocentes es una maldad?”

Si algún sentido tiene la evolución humana es el progreso moral, la superación de los instintos violentos y primarios. La meta de la evolución, como decía Thomas Edison, es la no violencia. El homo sapiens (aunque lo de sapiens me permito ponerlo muy en duda con muchos especímenes de nuestra especie) tiene que devenir en el homo amans, si queremos que la humanidad florezca y se perpetúe. La violencia, en cualquiera de sus formas, acabará, tarde o temprano, con esta especie que ha llegado a altísimas cotas de conocimiento, de creación y de grandeza, pero que no ha superado las más grandes y abyectas de sus miserias.

No se puede aspirar a la paz si sembramos dolor y agonía. Si queremos un mundo en paz tenemos que sembrar paz. Hagamos del mundo un lugar hermoso y tranquilo, compasivo y amoroso para con todos los seres sensibles, de la especie que sean. Empecemos por nosotros mismos, por nuestro pequeño micromundo. Hagamos que el camino de esta aventura que llamamos vida sea un camino de consciencia, de luz, de ilusión, de compasión hacia todos los seres con aliento de vida, porque todos somos diversidad de la unidad, y porque cada molécula de crueldad hace más cruel al mundo, cada agonía de una vida nos impregna a todos, de algún modo, de agonía, y porque cada átomo de tolerancia, de solidaridad o de compasión hace al mundo más habitable, más hermoso y más humano. Digan lo que digan los que nos venden una moral cínica, hipócrita y artera.