Soy animalista porque soy humanista. Defiendo la vida en todas sus manifestaciones. Defiendo el respeto a la vida por encima de cualquier ideología o creencia. Rechazo el crimen. Rechazo el abuso y la tortura, en cualquiera de sus formas y contra cualquier ser vivo sintiente. Defiendo la ética universal que considera el especismo una falacia ideológica cuyo objetivo no es otro que la especie humana pueda beneficiarse y abusar del resto de especies de manera grotesca, infame e indiscriminada.

Rechazo la violencia en cualquiera de sus manifestaciones. La crueldad significa lo mismo se ejerza contra quien se ejerza. Tengo muy claro que es imposible aspirar a un mundo pacífico entre los humanos mientras los humanos seamos los verdugos inclementes de los seres de otras especies que nos favorecen y nos dedican toda su agónica vida a cambio de sadismo y de una terrible impiedad. Amo a los animales. Son inocentes. Desconocen la noción de maldad. No la tienen. Si matan a otro ser vivo es sólo por miedo o supervivencia. No todos los humanos pueden decir lo mismo.

Soy atea, es decir, pienso. Me repele cualquier superstición ideada para someter la voluntad de Estados, sociedades o personas. Rechazo todo pensamiento mágico y sectario, y toda verdad revelada, es decir, indemostrada e indemostrable, concebidos para someter la libertad de las personas, generar ignorancia y explotar al personal.

El cristianismo ha ido inyectando a la humanidad en vena, durante veintiún siglos, y en ello sigue, la falaz, antinatural y grotesca idea de un creacionismo que es una mentira grotesca que, entre otras muchas cosas, ha convertido al mundo, como bien dijo Arthur Schopenhauer, en un terrible infierno para los animales. Y ello aunque la ciencia haya demostrado que nuestro origen es una evolución natural de las especies, que somos una especie más, y que el ADN de cualquier animal vertebrado es casi exactamente igual al nuestro. Es, por tanto, el cristianismo el gran responsable en Occidente del abuso, del maltrato, del desprecio por parte de los humanos de la vida del resto de las especies. La biblia está, sin ir más lejos, plagada de “sacrificios” de animales para alegrar al dios cristiano. En el mismo principio del Génesis está escrito que Dios creó al hombre para confiarle el dominio sobre los animales. El filósofo colombiano Fernando Vallejo lo expone muy bien en sus libros.

No es nada extraño, por tanto, ni es una arbitrariedad carente de significado, que el actual líder de la organización católica, cuya voz es tenida en cuenta por millones de adeptos en todo el mundo, continúe sembrando con sus palabras ese desprecio a los animales que, repito, el cristianismo siempre ha expandido, alejando al ser humano de la compasión, del respeto a la vida (que ellos concentran en la defensa de los cigotos de las mujeres que deciden interrumpir su embarazo) y de la espiritualidad natural. El actual papa católico decía, el pasado sábado en una arenga en la plaza de San Pedro, elucubrando sobre el concepto de “piedad”: “Hay quien siente compasión por los animales, pero se olvida del vecino hambriento”.

Se trata de un argumento engañoso y falaz que presupone una contraposición semántica en conceptos que no son excluyentes, sino sinónimos. Quien respeta la vida de un animal respetará también la vida de otro ser humano. La sabiduría universal y el propio sentido común aplicado al entendimiento del mundo que nos rodea nos muestran que la espiritualidad o el sentido de la trascendencia no están ligados a ninguna creencia religiosa, a ningún monoteísmo, a ninguna superstición, por muy milenaria que sea, ni a ningún dios creado por los hombres, sino que está enraizada en la humildad de quien quiere entender la vida y fundirse con ella, de quien sabe que la existencia es un todo en el que todos formamos parte en un equilibrio exquisito en el que la unidad y la diversidad coexisten y se superponen, de quien entiende que todo lo que existe tiene derecho a existir, que hasta una pequeña hierba del campo tiene su razón de ser; de quien comprende que todo lo que tiene aliento de vida es sagrado.

Hablaba el jerarca de la Iglesia católica de “piedad”. Pero no explicó cuánta piedad hay en los millones de seres humanos ejecutados y quemados durante muchos siglos por la Inquisición cristiana, ni cuenta cuánta piedad hay  en las miles de ejecuciones en paredones del franquismo, que tanto bendijo la Iglesia, ni en los terribles instrumentos de tortura que la Iglesia ideó, ni cuánta piedad hubo en el nazismo, o en las dictaduras de Videla, Mussolini, Somoza o Pinochet... Ignora, en cualquier caso, algo que es muy básico y fácil de entender a poco que se tengan un mínimo de neuronas en buen estado, que el respeto del hombre hacia los animales es inseparable del respeto de los hombres entre ellos mismos.

Insisto, soy atea, soy humanista y animalista (es, en esencia, lo mismo); tengo, creo, un alto grado de sentido de la moral y de la ética, amo y defiendo a los animales, tanto como a los seres humanos y, además, como decía Saramago, soy una buena persona. Y no creo que haya que hablar de “piedad”, sino de decencia, de razón, de verdad, de corazón, de solidaridad profunda y de verdadera espiritualidad. Ya está bien de seguir expandiendo el absurdo especismo que llena el mundo de ignorancia, de sufrimiento y de crueldad en beneficio de algunos.