Una muy reciente encuesta nos hace ver que los españoles consideran en alto porcentaje que el PSOE es el Partido que más esfuerzo ha llevado a cabo en este interregno post-electoral para ofrecerles un Gobierno estable no contradictorio con el sentir general expresado en las urnas el 20 de Diciembre.

Tampoco escasea la opinión de que la efectiva, indiscutible pinza entre los dos extremos del arco parlamentario, popular y podemita, en la sesión del 5 de Marzo y fallada investidura del Pedro Sánchez, denotó ese troceamiento, ese morcéllement de la souveraineté du peuple que Georges Burdeau1 denunciaba como frecuente consecuencia del mandato imperativo de tipo partidario.

Que “los partidos políticos (…) concurren a la manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política” (art. 6 de la Constitución Española), y que esa manifestación opera no sólo en la contienda electoral sino también en su aplicación continua en sede parlamentaria por parte de los elegidos, es algo fuera de discusión.

Y que esa voluntad no puede ni debe dispersarse a partir de opiniones opcionales de los Diputados a lo largo de la legislatura con merma de ruptura del programa articulador, que su antídoto está en la disciplina de voto, y que esa disciplina no cabe sea sancionada de momento –ahí obra la percepción de futuras listas-, parecen también realidades de la cotidianeidad parlamentaria.

Pero que en aras del respeto al principio vertebrador de toda democracia, no otra que cada ocupante de escaño ostenta la representación de la ciudadanía en abstracto y que, con John Stuart Mill, tal titularidad no cabe someterla a una absolute conformity to their opinions as a condition of his retaining his seat2, quiérese decir que en todo trance serio de duda, la conciencia ha de imperar.

La mejor garantía del voto según convicción radicaría en el voto secreto.

Sí, ya sé que el artículo 85.2) del vigente Reglamento del Congreso de los Diputados establece taxativamente que “las votaciones para la investidura del Presidente del Gobierno (…), serán en todo caso públicas por llamamiento”. Tan contentos, no haya “tamayazo” (que por cierto, obró en votación pública).

Pero ocurre que no en todas partes se piensa y regula así.

Bien sabido es que los regímenes presidenciales en que la alta magistratura del Estado absorbe el poder ejecutivo de modo tal que el gobierno es su delegado, la votación es “directa”, ergo amparada en el anonimato. Ejemplo, las Constituciones argentina (art. 81), paraguaya (art. 49), mexicana (art. 81), etc. Y por si estas muestras no valiesen dado la no siempre pureza democrática obrante en tales confines, séanos permitido recordar que el presidencialismo más venerado, el de Estados Unidos de América, conlleva que el sistema de compromisarios oculta o puede ocultar al votante originario por obra de quiénes una determinada persona llega al Capitolio.

Pero si vamos a las Democracias de nuestro entorno, frecuente es que el Presidente de la República, con influencia en el Ejecutivo, sea designado por el Parlamento “sin debate alguno”: así se pronuncia el artículo 54 de la Ley Fundamental de Bonn.

Pero paradigmático es el régimen italiano: dice el artículo 83.3) de su Constitución de 1.947, no alterada en este punto por sucesivas reformas, que “la elección del Presidente de la República tendrá lugar, mediante escrutinio secreto y por mayoría de los dos tercios de la Asamblea (…)”. Todos sabemos que los poderes de ese Presidente en cuanto a designación de su correspondiente en el Gobierno son un tanto enérgicos (caso Monti, etc.).

Y recordemos que en Países Bajos las votaciones para altos cargos se llevan a cabo (art. 117 Constitución) “en papeletas (…) cerradas y sin firmar”.

Para España, no soy tan iluso como para pensar que en el tramo desde hoy a las elecciones de 23 de Junio, se vaya a tocar un ápice la vigente regulación (aunque no sea sino porque un Gobierno en funciones carece de competencias para modificar un Reglamento cual el de 1.982).

Pero nadie me impedirá sospechar que entre muchos de los Diputados de ahora y los probablemente venideros, elegidos por los Partidos y Coaliciones que desde uno y otro extremo impidieron la investidura del único líder que, aparte toda significación ideológica, presentó un programa elaborado y extenso y, en minoría, encabezó muchos más escaños que los de por separado impedientes, muy otra hubiese sido su actitud negativa si la publicidad de su voto no hubiese sujetado a la disciplina partidaria (o temor al latigazo de Mister whip).

Y de ello deducir que, en base a la presunción de que una gran mayoría de los electos, sean militantes o enrolados de los Partidos que les llevaron en las listas, en el fondo quieren la gobernabilidad de un país que tantos problemas acumula, probablemente se inclinarían en conciencia por el voto a favor o por la abstención (“y ya veremos, hay oposición legislativa, hay inclusive mociones de censura…”), que desbloqueasen la ya peligrosa deriva de la política española.

Y como no cabe el tan acogedor voto secreto, intentemos que impere esa corajuda conciencia que toda persona con responsabilidades públicas debe albergar y, si es el caso, exteriorizar.

Que, volviendo a Stuart Mill, valga más el bien del país que el apego al escaño (que a la larga también suele conservarse).

Que, en consecuencia, tenga como norma no escrita en nuestra legislación la que en letras bien claras impone la Constitución danesa respecto del voto de los miembros del Folketing: “el Diputado ha de operar según su convicción y no por mandato imperativo”.

1 G. Burdeau, “Traité de Science politique”, París 1971, tomo VI, vol. II, pág. 285.

2 J. Stuart Mill, “Representative Government”, en Britannica Great Books 32 ed.1980, vol. 43, pág. 402.