Capitán América: Civil War da inicio a la Fase 3 del llamado Universo Cinematográfico Marvel, un proyecto que en su conjunto, y a pesar de la irregularidad, se presenta como uno de los más ambiciosos del cine contemporáneo en su concepción, cuya capacidad para aguantar el paso del tiempo –y el interés del espectador- está por ver. Pero, por el momento, la última entrega se sitúa al final de Vengadores: La era de Ultrón y toma elementos de Capitán América: El soldado de invierno para recoger ideas previas, introducir nuevos personajes y abrir el ciclo hacia nuevos derroteros, es decir, una obra consecuente con la linealidad creada en anteriores entregas pero que no supone un punto de llegada, sino de salida, a modo de bisagra. Esto ocasiona, quizá, que pueda acabar teniendo más sentido vista con perspectiva, según avance más la Fase 3, que como pieza individual. Algo que, por supuesto, ocasiona ciertas carencias vista individualmente a pesar de sus virtudes, que son bastantes.

Mark Millar (el guion) y Steve McNiven (el dibujo) lanzaron Civil War como un crossover en una época de renovación por parte de la Marvel tras unos años –los noventa- de cierto estancamiento en varios sentidos. Millar tomó las leyes antiterroristas post 11-S para concebir una lucha interna entre los Vengadores con un claro trasfondo político en tanto a que planteaba una dialéctica alrededor del control sobre sus integrantes y sus actuación, centrado, entre otras cosas, en hacer públicas sus identidades, algo que no afecta a su traslación a pantalla dado que éstas, en muchos de sus miembros, son conocidas.

 

En Capitán América: Civil War los llamados Tratados de Sokovia (ciudad que acaba arrasada y llena de muertos al final de la segunda entrega de los Vengadores) proponen que sus actuaciones estén controladas por la ONU. El grupo se divide entre quienes aceptan (encabezados por Tony Stark/Iron Man) y quienes lo rechazan (encabezados por Capitán América). A partir de ahí, y sin saber que en gran medida la división están siendo potenciada por  Zemo (Daniel Bruhl). Sin necesidad de desvelar nada más de la trama, Capitán América: Civil War plantea muy buenas cuestiones, presentes en otras producciones anteriores pero sin tanta fuerza como en esta ocasión, y que también pudo verse, con más pena que gloria, en Batman v. Superman: El amanecer de la justicia, alrededor de la legitimación de la actuación de los superhéroes más allá de los órganos gubernamentales. Claro que, la idea de regularizar sus poderes y el uso que hacen de ellos, aunque aporte ‘seriedad’, puede ser visto como superfluo dentro de una película de este corte, sobre todo aquellos que no son capaces de concebir que películas como Capitán América: Civil War puedan hablar de temas ‘importantes’.

 

Esas cuestiones, diríamos, políticas, quedan esbozadas más que desarrolladas de una manera discursiva evidente, siendo la narración la que vaya haciéndolo; sin embargo, pierde fuerza dado que la confrontación acaba derivando a temas personales, y, por tanto, emocionales. Por un lado, esto ocasiona que la película gane en intensidad dramática individual, pero que pierda profundidad en cuanto a un discurso más amplio. No obstante, al final, quedan expuestas dos formas diferentes de resolver la venganza desde lo personal, pero también la fractura que eso conlleva dentro del grupo. Su resolución, en el futuro…

 

 

Anthony y Joe Russo, directores de Capitán América: Civil War, hacen gala de un formalismo visual muy férreo, construyendo una película impecable, capaces de desarrollar a los personajes en diferentes contextos, tanto en conversaciones como en secuencias de acción, y sin dejar de lado un humor que salpica la historia en momentos puntuales. A pesar de la duración de la película, queda la sensación de que quizá la historia habría necesitado de más tiempo para exponer todo aquello que plantea, pues las motivaciones y emociones de algunos personajes quedan claras, mientras que otras son apenas dibujadas. Un desequilibrio que no impide que Capitán América: Civil War tenga momentos verdaderamente espectaculares. Es posible que ese formalismo de los Russo pueda verse de alguna manera demasiado deudora de un estilo visual que, con diferencias, parece pasar de unos directores a otros dentro del UCM, algo que, por otro lado, es parte de un proyecto que busca cierta homogeneidad –lógica, en cualquier caso- pero sin negar la personalidad de cada director. Por ejemplo, como hicieran en Capitán América: El soldado de invierno, los hermanos Russo vuelven a aunar el espectáculo de acción con el thriller político, quizá más conseguido en aquella, pero que aquí plantea interesantes ideas para conferir a la película de un cierto realismo que, en el fondo, es lo que parecen estar persiguiendo con todo el proyecto: crear en pantalla un universo fílmico que, a pesar de su imposibilidad lógica de reproducirse en el mundo real, con sus propias leyes, acaba siendo coherente y totalmente posible. Mostrando que el llamado realismo cinematográfico, quizá, no sea tanto la reproducción exacta de aquello que vemos a nuestro alrededor como el crear en pantalla algo creíble dentro del marco de la ficción.