Cinco años después de Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas, el director tailandés Apichatpong Weerasethakul regresa al terreno del largometraje con Cemetery of Splendour, para muchos, su película más convencional por el mero de hecho de presentar algo parecido a un desarrollo narrativo articulado de una manera menos críptica que en sus anteriores obras. Y sin embargo, si algo no es, es convencional.

Para llegar a Cemetery of Splendour, antes que hablar del resto de su obra, con la que mantiene relación pero, a su vez, creemos que supone algo diferente, cabe detenerse en el documental Mekong Hotel, que Weerasethakul rodado en 2012. En él, el cineasta se sitúa en el hotel que da título a la pieza y que está situado en el noroeste de Tailandia, al lado del río Mekong, el cual marca la frontera entre Tialandia y Laos. En él, el cineasta reconstruye en sus espacios una película que había escrito años atrás y en el que se conjugan elementos de realidad y ficción. Pero lo que interesa es que Weerasethakul utiliza el hotel como un lugar fronterizo –lo es de alguna manera en el paisaje tailandés- pero a su vez como un espacio que pervive a duras penas a la desaparición-la demolición-, como un pasado que persiste en un presente y que es ajeno a él. Lo hace sin nostalgia, mirando desde una postura política a una realidad, la de su país, que Weerasethakul concibe casi como un sueño frente a la realidad.

 

El documental nace a partir de las inundaciones de 2012 en Tailandia, al igual que Cemetery of Splendour, según ha declarado el propio Weerasethakul, lo hace como reacción al golpe de estado de 2014. En ocasiones, se ha olvidado a la hora de hablar del cine de Weerasethakul de su componente político, más que presente en todas sus películas pero que ha quedado diluido –no siempre, por supuesto- en una mayor atención a sus cuestiones formales desde una visión meramente estética, sin caer en que, precisamente, gran parte de la fuerza del discurso de sus películas radica precisamente ahí, en su búsqueda de una narración alejada de parámetros convencionales, en el cuidado de unas imágenes que lejos de ser –y lo son- tan solo precisas, inventivas, imaginativas y magníficas,  nos hablan de algo más que de su propia construcción. Y, sobre todo, imponen, piden, solicitan, que miremos de una manera diferente. Que evaluemos lo que vemos, no sólo en pantalla, a través de una mirada distinta.

De hecho, en Cemetery of Splendour, Weerasethakul juega con cierta ambigüedad entre lo que vemos y oímos, y entre lo oculto y lo silenciado. Porque el cineasta tailandés, en su retrato de un hospital de soldados que sufren la enfermedad del sueño, nos sumerge en unas imágenes que si bien responden en su superficie a un cierto concepto de realismo cinematográfico, lo cierto es que transmiten un poso de irrealidad, acaso de atmósfera onírica. Unas excavadoras trabajan levantando el suelo colindante al hospital y pronto se llevarán a éste por delante. Para algunos están trabajando para colocar una fibra óptica; para otros son trabajos ocultos del gobierno. La joven Keng, que es médium, se diluye en su identidad y bien podría ser el espíritu de Itt, el soldado del que se ocupa Keng, o, incluso, una agente del F.B.I. Un bosque, de repente, pudo ser en el pasado un palacio al estilo del período monárquico de Siam. Una escultura en ese mismo bosque que presenta a un hombre y a una mujer abrazados, tras un leve movimiento de cámara, tiene su contraposición en otra igual pero con dos esqueletos. Y todo puede ser, en realidad, un sueño, el de alguno de los soldados, acaso el propio Itt, como las secuencias finales nos pueden hacer pensar. Del mismo modo, Weerasethakul imprime a la película de un fino humor que si bien ayuda a descargar a la narración de dramatismo, no es suficiente para no evidenciar que algo raro, extraño, quizá peligroso, anida en todas partes. Las luces fluorescentes que sitúan al lado de los soldados dormidos, como terapia para controlar sus pesadillas, llegado un momento, marcan unos cambios cromáticos en la fotografía que, al igual que todo lo anterior, nos presenta una realidad variable, que puede cambiar de un momento a otro.

 

Una dialéctica que Weerasethakul traslada a su lectura del presente a través del pasado, o quizá a la inversa, aunque el resultado, quizá sea el mismo. Para el cineasta, algo que ya había dejado patente en algunas de sus anteriores películas, el pasado es una base de la que partir, pero nunca desde la simple nostalgia ni la reconstrucción, sino desde la búsqueda, a través de un sentido de carácter exploratorio, del pasado y de su representación a la hora encontrar sus huellas en un presente huidizo. El carácter político de Cemetery of Spledour reside no solo en proponer nuevas formas representacionales, nuevas imágenes y su significado, también en poner de relieve una realidad –en este caso entendemos que para Weerasethakul en relación clara a su país, pero que de alguna manera acaba siendo operativo de un modo más general- en la que no consigue reconocerse. De ahí esos cambios constantes, esos movimientos de quienes observan desde un mirador y cambian de banco con rapidez, ese sentido de ensueño constante que hace plantearse si, mientras todo cambia, mientras todo sucumbe, no estamos en realidad dormidos.