En España comemos bastante pan a pesar de las apariencias, el comentario generalizado que indica lo contrario y la proliferación de dietas que nos apartan de los hidratos de carbono. Pero esto no es preocupante: el pan es sano; lo triste es que el trozo que nos llevamos a la boca es muy malo: ni sabe, ni huele, ni casi lo sentimos en la boca.

Aunque no lo parece - pues proliferan los despachos de pan en nuestras calles- el pan tradicional, el artesano, va desapareciendo. Su lugar ha sido ocupado de forma inapelable e irreversible por grandes empresas que distribuyen la barra industrial a las viejas tahonas, las tiendas de alimentación y grandes superficies como las cerveceras proceden con sus barriles de rubias y tostadas.

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El español no aprecia de forma mayoritaria la calidad del pan; esa cualidad no la heredó de sus abuelos. Desconoce qué chusco es el bueno y, por tanto, nunca lo exige. Ocurre algo similar con el vino y la confitería, por ello seguimos inundados de vinos baratos y desequilibrados, y confundimos la nata con el merengue.

El pan artesano, ese que nuestros mayores llaman "el de antes", es una pieza que se ve: corteza de color pardo y más gruesa que la corriente, suela lisa y algo oscura, que poco tiene que ver con el estampado de rejilla de la pistola común, agujeros grandes e irregulares en la miga... Ninguna pieza es igual a otra aunque todas son de la misma familia y, cuando la coges, pesa, y al cortarla con el cuchillo o trocearla con los dedos, cruje y huele a pan: se siente.

Recuerdo mi sorpresa feliz cuando en los ochenta me maravillaron  la vista, el olfato y la curiosidad las panaderías fabulosas de Bruselas (y también de Copenhague). Exhibían múltiples maneras de ofrecer el pan y de todas sus raíces: trigo, avena, centeno, maíz... En España esa oferta no se había conocido nunca. Cada pueblo tenía su pan, una sola clase de pan, y en cada región destacaban no más allá de dos o tres categorías. Eso sí, buenas piezas como los lechuguinos castellanos, las hogazas gallegas e incluso las teleras jerezanas. Más esponjosos o asentados, con la miga más densa o mollar,  pero casi el único que se comía. En el resto de Europa no ocurría, ni ahora sucede, de esta manera: existe diversidad de oferta y hasta hay culturas del pan que viven con orgullo ciudades enormes como París.

En los últimos años, al tiempo que proliferan las franquicias de bollerías industriales, a las que se les anexan cafeterías de igual tono, aparecen pequeños rincones panaderos que ofrecen "otro pan". Ocurre sobre todo en  las ciudades vascas, Barcelona (y poco a poco se extiende por la línea de levante) y también en Madrid. Es una delicia contemplar algunas de ellas  desde sus escaparates bien abiertos. Los vendedores se han colgado un  delantal y, tanto ellas como ellos, atienden decenas de preguntas del curioso. Porque, en realidad, el español sabe poco de pan. En una de estas expenderías, chiquita pero muy activa, en la calle Sandoval de Madrid hasta se anota en una cuartilla a mano el nombre del panadero que le sirve. "Porque, mire usted, los panaderos artesanos con sus hornos de piedra prácticamente han desaparecido".

En nuestros restaurantes, incluso los postineros, sirven mal pan industrial; lo disfrazan ofreciendo dos o tres piezas de diferentes granos y cuela porque, como queda referido, el español ni entiende ni le interesa demasiado (le presta tanta o menos atención que a la patata o la aceituna del aperitivo).

Hay excepciones, no obstante. Un restaurante (con su barra) que frecuento en Madrid, Paulino de Quevedo, ofrece un razonable pan gallego y, en ocasiones, de maíz y centeno (mi preferido); pero no siempre ocurre y nunca se ve el mejor pan acompañando las raciones de picoteo en la barra. Lo reservan para la sala del restaurante y con cuentagotas.

Lo dicho, cuando aparece un buen pan lo escatiman porque para el restaurador es caro y a nosotros nos es indiferente.