Artur Mas, de espaldas, abraza a su sucesor como president de la Generalitat, Carles Puigdemont. Foto: EFE



“Ni los Hermanos Marx lo superan”. Una cosa es lo que vemos en el teatro de la política y otra muy distinta lo que sucede detrás de las bambalinas. El “día histórico” – y van mil – vivido hoy en Cataluña tiene no pocos elementos de farsa. En la sesión de investidura de Carles Puigdemont se han producido situaciones dignas del surrealismo de la mejor factura. Y no hablamos del esperpéntico contrato firmado entre Junts pel Sí y las CUP, que parece redactado por una empresa de trabajo temporal. Decimos farsa porque pocos de los presentes se tomaban aquello en serio, y damos fe de ello. Un veterano dirigente convergente aseguraba, tapándose la boca para que ninguna cámara captase sus palabras, que aquello era como “Una tarde en el circo, ni los hermanos Marx lo superan”, en alusión a la comedia que representaban Junts pel Sí y las CUP.

El mismo dirigente decía malévolamente que la diputada cupaire Anna Gabriel “por fin se había peinado, deberíamos investir a más presidentes”. El propio Puigdemont, en una de sus intervenciones, ha querido hacerle un guiño de complicidad a la diputada aludiendo que, “al menos, tenemos peinados similares”.

La tesis, sin embargo, más extendida es que toda aquella sacralización se hacía para que el futuro gobierno de España entendiese que era el momento de pactar. “Pero si Artur no ha querido otra cosa desde hace cinco años, es Mariano Rajoy el que no ha entendido nada”, decía un estrecho colaborador de Mas.

El guion de la sesión ha sido, no obstante, más que previsible. Fair play, algunas bromas entre oposición y candidato – impagable el momento en que Miquel Iceta ha intercambiado réplica con Puigdemont acerca de quién tenía más lecturas y quién leía más periódicos -, e incluso algunos comentarios jocosos acerca del rotundo “No” que ha dicho un diputado de la oposición. “Caramba, tenemos a un Pavarotti y no lo sabíamos”, ha dicho un ex conseller.

La salsa, sin embargo, no estaba entre sus señorías. La tribuna de invitados era un palco bullicioso. Gente que salía y entraba, personas que preguntaban cuando intervenía Puigdemont “para salir en la foto y que se vea que estoy aplaudiendo” o incluso algunos que ya se postulaban descaradamente para ocupar tal o cual cargo. La rumorología estaba al orden del día, y el “¿Qué hay de lo mío?” lo más frecuente en conversaciones. Que si el ex conseller de Cultura Ferran Mascarell iba a ser el próximo director de la todopoderosa Corporación Catalana de Radio y Televisión, que si el ex conseller de Economía, Andreu Mas Colell, salía del cargo con problemas gástricos, que si habían escuchado decir a la esposa de Artur Mas, Elena Rakosnik que “menos mal que lo ha dejado, porque o lo deja él o lo dejo yo, esto no había quien lo aguantara”. Todo muy familiar y muy, por qué no decirlo, español.

“Puigdemont me pone, pero Albiol también, no se lo digas a mi marido”
Así se expresaba una conspicua seguidora de Mas. El sex appeal del candidato no ha pasado desapercibido. El comentario ha sido rápidamente contestado por un periodista de TV3 “Pues mira, a mí me pone Inés Arrimadas, y eso que soy independentista”

Aquel ambiente, que no se tomaba demasiado en serio lo que pasaba, justifica el análisis de un veterano comentarista. “Tanto tiempo y esfuerzo empleados solo para salvar los muebles a la burguesía catalana y taparle su corrupción. Esto no tiene arreglo”. Lo mismo decían algunas de las personas que pululaban por los pasillos. Todos coincidían en que la sesión no era más que una tapadera del tremendo annus horribilis judicial que le espera a convergencia, y del que saldrá salpicado Artur Mas en una medida que es difícil calcular.

Pero poco o nada se ha hablado de corrupción en el hemiciclo. Puigdemont no ha dicho ni mú. Se ha despachado diciendo que la futura república catalana será una Arcadia feliz sin corruptos. Uno se pregunta cómo puede decir eso alguien que forma parte de un partido que tiene seis procesos abiertos justamente por presunta corrupción.

La farsa ha acabado como tenía que acabar. Mas y Puigdemont abrazados, los diputados secesionistas aplaudiendo, algunos invitados silbando cuando la presidenta del parlamento, Carme Forcadell, ha dicho que se sometería al rey la votación para que éste firme el nombramiento – qué ironía, el borbón sancionando a un presidente separatista – y al final, todos cantando el himno catalán, els Segadors.

Todos menos Ciutadans. Error, estimada Inés. Los símbolos, o son de todos, o no son de nadie. Y banderas e himnos no pueden regalarse al primer señor con melena que pase. Se acaba mal. Bueno, se acaba con un presidente de comunidad autónoma que finaliza su primer parlamento oficial diciendo “Visca Catalunya Lliure”. Ojo.