Me manda un Whatsapp mi querida CQ (ya explicaré algún día de quién se trata), para decirme que tal vez dé a luz mañana. Y uno, que es de pensar a ratos, se pone a cavilar sobre cómo será la vida de la criatura (Lucas).

Para empezar, no tendrá que recordar prácticamente nada. Cuando yo era joven, hace unas dos vidas, cualquier persona mayor de doce años se sabía de memoria decenas de números de teléfono, fechas de cumpleaños, los ríos de España y la alineación del Atleti. Que puede que fuese un conocimiento estúpido, pero servía de ejercicio, digo yo.


Ahora no. Ahora hemos dejado que las máquinas se encarguen de eso. El ser humano es de natural vago, se pongan como se pongan los gurús del management, y los robots son los nuevos esclavos que hacen el trabajo sucio.

Por el camino, nos vamos dejando cosas. Cada vez hay más Alzheimer -y todavía se sorprenden algunos-, más sociopatías y menos calidad de vida.

Por no saber, ya no vamos a saber ni hacernos pajas (ustedes perdonen la expresión, pero tuve un profesor que decía que a las cosas hay que llamarlas por su nombre y yo siempre he sido muy de hacer caso a los maestros).

Los japoneses han inventado una máquina masturbatoria. Algo así como una ordeñadora seminal. No es de extrañar viniendo de un pueblo en el que para usar el inodoro hay que hacer un máster o ver cinco tutoriales en YouTube.

Para mí, la tecnología, como todo lo demás, solo tiene sentido si sirve para aumentar nuestra felicidad. Y aunque el onanismo asistido puede proporcionar una sensación fácilmente confundible con ella, no lo es.

Querido Lucas, estoy seguro de que llegarás a envidiar muchas cosas de mi tiempo. Aunque, qué diantres, me encantaría ver lo que tú verás. Bienvenido (en breve) a este mundo, que es absurdo, pero es el nuestro.