Juan Miguel Torres Andrés, magistrado de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, ha escrito para la Fundación Baltasar Garzón un interesante artículo titulado Justicia Social ¿logro factible o entelequia? sobre la creciente desigualdad entre trabajadores y empleadores "en aras de la sacrosanta crisis económica".

Por su interés, reproducimos íntegro el artículo:
No creo que ningún ser humano como ciudadano, ni que ningún Gobierno del mundo, se atrevan a manifestarse en contra de principio tan universalmente admitido como deseable y realizable.

Prueba de ello es que, tras la Primera Guerra Mundial, se acordó crear la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuyo Tratado constitutivo, que data de 1919, nos recuerda en su preámbulo que la paz universal sólo puede fundarse en la Justicia Social; que existen condiciones de trabajo que entrañan para una gran número de personas la injusticia, la miseria y las privaciones -en suma la pobreza-, las cuales ponen en grave riesgo la paz; y que la no adopción por un Estado cualquiera de un régimen de trabajo realmente humano y digno es un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones, criterios tan obvios como cada vez más olvidados por los gobernantes.

Hace casi un siglo de ello y, sin embargo, parece que estemos volviendo a tiempos aún más pretéritos. Cada día aumentan las quejas formuladas ante la OIT por incumplimientos flagrantes de sus Convenios y, no obstante, la situación no deja de empeorar irremisiblemente.

España, que -no se olvide- es un Estado social y democrático de Derecho,  es un ejemplo de lo expuesto. Ya que toda mi vida profesional la he dedicado a ejercer desde diferentes ópticas en la rama social del ordenamiento jurídico, permítanme que les diga que en nuestro país eran muy escasas las ocasiones en que los operadores jurídicos acudían a los Convenios y Tratados Internacionales en defensa de los intereses de los trabajadores.

En realidad, nuestra legislación laboral estaba por regla general muy por encima de los estándares que con carácter básico y mínimo regulan los derechos previstos en ellos, tales como los de libertad sindical y negociación colectiva; eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio; abolición del trabajo infantil; y discriminación en materia de empleo y ocupación, entre otros muchos.

Ahora es justo al contrario, y en aras a la sacrosanta crisis económica y financiera que nos acogota, todo se ha complicado sobremanera en perjuicio de la parte más débil del contrato de trabajo y, por qué no decirlo, también muchas veces de las pequeñas y medianas empresas. No se trata solamente de la supresión o recorte de derechos en otro tiempo considerados elementales e intocables, sino de la vorágine legislativa que ha supuesto con sus cambios constantes una situación nunca vista de inseguridad e incertidumbre.

Si esto sucede en España tampoco es mejor lo que ocurre en la mayor parte de los Estados de la Unión Europea, por no hablar de otros países para los que sólo formalmente rigen los principios del Derecho Internacional del Trabajo, olvidando que sin solidaridad internacional será imposible resolver la contradicción entre economía y derechos sociales, como puede llegar a serlo entre seguridad y derechos humanos.

Luchar contra la situación actual

Nos encontramos en una situación de  políticas unidireccionales de ajuste de empleo en orden a abaratar los costes salariales y de extinción del contrato de trabajo, o bien, con vistas a lograr la mayor flexibilidad de las condiciones laborales -modificaciones sustanciales, reducciones de jornadas, suspensiones de contratos, movilidad funcional según grupos profesionales cada vez más amplios y variopintos, movilidad geográfica, prioridad de los convenios colectivos de empresa y eficacia de aquellos otros cuya vigencia expiró, y otras más que no es preciso señalar-, todo ello a favor siempre de los más poderosos económicamente.

De igual manera que nos vemos ante medidas de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera con su natural incidencia en la reducción del nivel de empleo en el sector público, así como de las prestaciones sociales, incluidas las de naturaleza contributiva, en lugar de buscar otras soluciones que contribuyan a tales fines sin que para ello sea menester que únicamente el trabajador o los beneficiarios tengan que soportar los efectos adversos de dichas decisiones.

Mientras todo lo anteriormente enunciado perdure, será difícil, por no decir imposible, que la Justicia Social desde la perspectiva del mundo de las relaciones laborales y de Seguridad Social se aproxime a cotas de realidad, y no cada vez más quiméricas, al incrementarse el número de desempleados, subsidiados o no, el paro juvenil, el miedo a perder el puesto de trabajo y la consecuente aceptación de condiciones laborales muy precarias, la brecha de la pobreza y los casos de evidente e irreversible exclusión social.

Se dirá que se trata de postulados demagógicos, mas, aunque así fuera  que no lo es, mejor que lo sea, y no tener que soportar que se repitan hasta la saciedad afirmaciones que en modo alguno se compadecen con la verdad.

Por ello, un llamamiento: es hora ya de que España ratifique en su integridad la Carta Social Europea y sus Protocolos, de suerte que admita con todos sus efectos jurídicos las reclamaciones colectivas promovidas ante el Comité Europeo de Derechos Sociales y las decisiones vinculantes emanadas de éste, habida cuenta que sólo a través de instancias internacionales se me antoja posible revertir la situación tan restrictiva en que nos hallamos y hacer realidad, de nuevo, lo que hasta hace pocos años nos parecía natural y lógico.

Artículo publicado en la web de la Fundación Baltasar Garzón.