En nuestro país siempre ha habido firmes partidarios de tirar al niño con el agua sucia. No es nuevo. Sin embargo, ahora se han crecido con las consecuencias dramáticas de la crisis y los múltiples casos de corrupción. Su discurso es fácil. Que hay suciedad, pues tiremos el agua sucia, y ya que estamos, tiremos al niño que se ensució, y tiremos la bañera también, y tiremos abajo el edificio con el agua, con el niño y con la bañera. Resulta tentador, hasta gratificante, dejarse llevar por la ira y el desahogo. Pero la realidad es que ese discurso no nos lleva a ningún sitio, ni soluciona ningún problema.

Claro que la corrupción es una lacra despreciable que corroe la convivencia democrática y sus instituciones. Y claro que hay que prevenirla y combatirla con decisión y eficacia. Pero por ello no hemos de destruir todo lo construido hasta ahora en beneficio de lo que nos es común. Para acabar con los corruptos no es razonable destruir el “régimen” constitucional que nos ha proporcionado derechos y libertades, con todas las salvedades que queramos subrayar.

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