El debate en torno a las consecuencias de la hiper-financiarización de la economía puede resultar extraordinariamente complejo y obtuso. Sin embargo, algunos episodios de nuestra realidad económica cotidiana pueden contribuir a su esclarecimiento.

El caso Odyssey y el famoso tesoro de “Las Mercedes” puede ser uno de los más evidentes. Como todo el mundo sabe, aquella empresa norteamericana se hizo hace unos años con los restos del galeón español hundido en el año 1804. El procedimiento fue evidentemente ilegal, el Estado español recurrió a la Justicia y, como era de prever, la empresa fue condenada a devolver el tesoro y asumir una dolorosa condena.

¿Por qué actuaron los gestores de Odyssey de una manera tan aparentemente contraria a sus propios intereses? La explicación no estaba en el tesoro, ni en su valor, ni en las normas que regulan el rescate de pecios en el mundo. La explicación estaba en la Bolsa de valores. Las imágenes de la recuperación del tesoro español duplicaron el valor de las acciones de Odyssey en un solo día, de cuatro a ocho dólares. Los propietarios vendieron las acciones y ganaron varios millones de dólares. Varios años después, la empresa sufrió un varapalo judicial, perdió el tesoro y las acciones retrocedieron hasta los dos dólares.

El caso del tesoro de “Las Mercedes” tiene su continuidad durante estos días en las concesiones privadas de servicios públicos sanitarios en la Comunidad de Madrid. Tales concesiones han caído en manos de grandes fondos de inversión internacionales, que igual se posicionan en empresas caza-tesoros que en hospitales oncológicos. Tan solo les importa el porcentaje garantizado de retorno para sus inversiones. Los fondos van entrando y saliendo de las embotelladoras de cola, de las productoras pornográficas o de las suministradoras de análisis clínicos, sin asumir más compromiso que el de maximizar la rentabilidad para sus depositantes. Les da igual que tal rentabilidad pueda obtenerse vendiendo tabaco o ahorrando fármacos en el tratamiento del cáncer de pulmón.

La película “El lobo de Wall Street”, de Martin Scorsese y basada en las memorias del famoso bróker Jordan Belfort, resulta más aleccionadora sobre los riesgos del casino financiero global que cualquier sesudo informe econométrico. Los nuevos triunfadores de la economía capitalista no son los que fabrican el utensilio más útil o los que prestan el servicio más eficaz. Quienes se enriquecen de manera descomunal ahora son los que especulan con títulos financieros a menudo sin relación alguna con la economía real. El tal Belfort montó un imperio fantástico traficando con millones de “acciones a centavo” de empresas desastrosas o ficticias. Y hay miles de Belforts en las principales capitales financieras del mundo viviendo de grandes castillos de naipes que en su caída arrastran a la pobreza a millones de criaturas.

La actividad financiera es imprescindible para el funcionamiento de la economía real, tanto privada como pública. Empresarios y administraciones necesitan de financiación para ejercer sus funciones. El problema llega cuando la economía financiera se superpone, condiciona y acaba destruyendo a la economía real. En nuestro país, las finanzas suponen ya el 300% del PIB, y en otras economías llegan a multiplicar el producto interior por diez, por cincuenta y hasta por cien. Los grandes problemas de la financiarización superlativa de la economía en el siglo XXI devienen de su carácter fuertemente especulativo, su globalización imparable, la falta de reglas en su funcionamiento, y la nula fiscalidad a la que está sometida.

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