Continúan los desvaríos alrededor de la macroquedada marrullera con resultado de muerte a la vera del Manzanares. Y digo desvaríos, dislates y demás porque, mientras la policía hacía su trabajo para dar con los autores del homicidio/asesinato de un seguidor, los políticos, también los hay en esto del balompié, no dejan de hacer el ridículo más atroz, echando balones fuera y responsabilizando a otros…

Ahora no se puede insultar en un estadio. No seré yo quien critique una decisión que aboga por la actitud cívica pero existen condicionantes que me hacen sospechar. La primera: Hacer de esto ¡un asunto de Estado!

Me parece bien aunque no veo claro aquello de poner puertas al campo. Es algo así como cuando el árbitro decide sacar la primera tarjeta a los 45 segundos de partido por una acción que se solventaría con una advertencia (excepción hecha de Vinnie Jones). Los futboleros dirían aquello de que “ha puesto el listón demasiado alto”. Y creo que en materia de insultos se ha ido en esta línea y no porque no sea reprobable la descalificación acordándose de la familia del árbitro, del jugador contrario o de la afición que ocupa el tercer anfiteatro… El problema de su aplicación también hay que buscarlo en las comparativas.

Si un aficionado que abona 300 euros por el abono o 30 euros por la entrada para ver a su equipo, en un momento de arrebato irracional (sí, irracional) suelta por esa boquita que Dios le ha dado una barbaridad, se juega su cabeza como espectador para sufrir una metamorfosis kafkiana que lo convertirá en un hooligan violento.

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