Hace quince años a mis padres le regalaron una mascota, Estrella se llamaba. Durante todo ese tiempo el animal se convirtió en uno más de la familia. Al cumplir los tres años de vida, el animal enfermó por un tumor maligno. Recuerdo que perdió mucho peso y, apenas tenía ganas de comer; ni siquiera corría por el pasillo moviendo la colita, al oír el timbre de la puerta, para saludar a sus amos. El animal se estaba muriendo y sus ojos hablaban por sí solos. Cuando lo llevamos al veterinario nos dijo que estaba muy enfermo y quizá, la mejor opción sería sacrificarlo para cortar de raíz su sufrimiento. Eran, lo recuerdo, malos tiempos para los míos. Hacía dos semanas que había fallecido mi abuela materna; a mi padre le iban muy mal el negocio, y yo: en la cola del paro desde hacía más de dos años. Por un lado nos creíamos las palabras del veterinario – sobre las pocas esperanzas de vida que le daba a la mascota – y, por otro, algo en nuestro interior nos decía que nunca nos perdonaríamos hacerle semejante atrocidad a "la Estrella". Así las cosas, después de darle muchas vueltas a la cabeza decidí volver a hablar con don Antonio, el veterinario de mi pueblo. Le miré a los ojos y le pregunté: ¿existe alguna posibilidad, por remota que sea, de que mi Estrella supere el postoperatorio? Hombre – me contestó – el animal está muy débil; tanto que ni siquiera te puedo asegurar que resista la anestesia.
Sigue leyendo en el blog de Abel Ros