Olviden a la dama y busquen al caballero. La señora Mato, ministra de Sanidad, no significa gran cosa en esta indignante historia del virus ébola en España. Ella pudo ser, acaso, la transmisora de las órdenes dadas por el presidente Rajoy para traer a Madrid a los dos sacerdotes españoles (todo un símbolo) enfermos de este mal funesto.

Lo que llegaba a sus oídos hasta ese momento era la negativa cerrada de la práctica totalidad del mundo sanitario -incluidas sus autoridades- a que se repatriara a cualquier persona infectada. “Porque no estamos preparados, no tenemos equipos entrenados y, sobre todo, es una temeridad. Lo adecuado es adiestrar al personal necesario e intervenir en los países afectados de África”. Pero esas razones, que la opinión pública no escuchó, se oían a voces en los despachos de las gerencias sanitarias y en las reuniones de trabajo hospitalarias desde el mismo momento que se sospechó que la Moncloa estaba dispuesta a emprender la machada que, al cabo, materializó.

Rajoy y su gobierno desatendieron entonces las opiniones de los profesionales sanitarios y optaron por satisfacer otros intereses ¿por qué? ¿cuáles?. Claro que cuando se conoció la infección de la auxiliar de enfermería Teresa Romero, y esto fue un caos, Rajoy pretendió escabullirse de la repulsa con un “Dejen trabajar a los técnicos”. Ahora, sí. Cuando la noticia en el mundo era que el ébola había llegado a Europa por Madrid, había que darle su sitio a los especialistas.

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