Sostenía Max Weber que la política consiste en la transformación racional del medio social al servicio de las personas. Si los desafíos a los que se enfrentan las personas son cada día más globales, si sus problemas adquieren también una dimensión supraestatal, y si los espacios públicos en los que se desarrollan las relaciones económicas y sociales no entienden ya de fronteras, ¿no será más lógico integrar que fraccionar la organización de esos espacios públicos? ¿No apunta la razón a que seremos más eficaces en espacios integrados que en espacios segregados?
Pero el debate escocés no se ha limitado a la razón y la eficiencia de los espacios públicos. También se ha debatido sobre identidades, sobre identidades múltiples y sobre identidades excluyentes. En un mundo crecientemente globalizado hemos de acostumbrarnos a la simultaneidad y la convivencia de las identidades. Cuando la vida de las personas se desarrollaba fundamentalmente en la aldea, las identificaciones eran escasas y difícilmente mutables. Hoy todos nos identificamos a la vez con nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestra región, nuestra nación, nuestro continente, nuestras ideas, nuestro partido, nuestra música, nuestro equipo deportivo…
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