La política, como el porno y el genocidio, no es oficio para gente discreta. Uno tiene que tener el arrojo suficiente para subirse a un escenario y ponerse a soltar frases a veces inteligentes, generalmente estúpidas. Enfrente, mirándolo a uno, una manada de seres humanos armados con banderines de plástico, la dantesca contribución de la mercadotecnia a la ya de por sí lamentable historia de las banderas.

El político de raza, ése que aspira a salir en el telediario, se pega mucho al micro y acaba los párrafos en alto porque sabe, así lo tiene escrito, que APLAUSO. En ese preciso momento, los jubilados de abajo y el negro de detrás aplaudirán y armarán alboroto, exactamente igual que haría el público de El Hormiguero, con exactamente el mismo convencimiento.

De todas las tendencias políticas, la menos apta para los tímidos o blandos de carácter es el nacionalismo. Porque el nacionalismo es grandilocuente o no es. Da igual que sea español, vasco, catalán o escocés, siempre se fundamenta en estar, haber estado o estar a punto de estar en un Proceso Histórico. Con mayúsculas.

De ahí su necesidad de grandes hitos, presentes o pasados, que justifiquen tanta hipérbole. Hitos que no deben ser necesariamente reales, ni tan siquiera verosímiles. Basta con tomar un acontecimiento y deformarlo hasta que alcance la intensidad épica deseada. Porque la Historia la escribirán los vencedores, pero, a la hora de la verdad, lo que la gente compra es el de Belén Esteban.

España tiene su Imperio Matasudacas, a El Cid, que cabalgó después de muerto, y a Aznar, que hace diez mil flexiones a la hora. El pueblo vasco tiene un ADN diferencial que le conecta con el espíritu primigenio de Gaia y la lengua más antigua de Europa o quizás del planeta. Y Cataluña tiene su once de septiembre, su Macià y su Jaume Roures, de quien no se descarta que siga quebrando empresas después de muerto.

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