Hacía tiempo que quería conocer a Pedro. Me habían hablado mucho de él, había escuchado su historia muchas veces, me había emocionado y llorado al leer algún que otro artículo al respecto. Me había imaginado su cara, su casa, su voz. He imaginado hasta su miedo: el que su amigo Andrés relataba en la carta que envió a la familia de Pedro para contarles como murió. Carta que fue fruto de una promesa: la que Andrés y Pedro se hicieron y sellaron en su memoria junto a la dirección postal de sus familias. Si uno de los dos caía tendría que avisar a la familia del otro, era un pacto y no lo podrían romper.

Lo primero que conocí de Pedro fue precisamente la carta que Andrés envió a su familia en 1955. Unas letras difíciles con un contenido desgarrador. Cada palabra arranca una lágrima; el relato que transmite a una madre, que quedó viuda, y a una joven esposa, Ana, que pasó una vida esperando, cómo su Pedro murió en un campo de concentración en Austria tras ser atacado por perros y gaseado en una ducha en 1942.

Hace un par de días pude conocer la casa a la que Pedro nunca regresó. Pude leer las cartas que mandaba desde el frente a su madre, a su hermano, a su esposa Ana. En todas ellas tenía espacio para mandar besos y recuerdos a las vecinas y vecinos del pueblo. En todas ellas estaba seguro de que volvería pronto porque la guerra parecía terminar.

Pedro se casó durante la República, en la víspera del golpe de Estado. Era el dirigente de las Juventudes Socialistas de un pueblo de Granada. Y estaba enamorado de Ana.  Llegaron a Granada aquella misma jornada y ya antes de bajar del tren se dieron cuenta de que algo no iba bien. Una noche de bodas fue lo que pudieron disfrutar de su recién estrenado enlace.

Regresaron al pueblo y Pedro, junto a otros muchachos del pueblo y compañeros de las Juventudes Socialistas, marchó al frente. Ana pasó la vida esperando su regreso y Pedro nunca volvió.

La historia de Pedro y Ana me toca de cerca. Muy de cerca. Porque Antonio, su hermano, nunca dejó de ser socialista; murió hace poco y siempre llevó en su bolsillo el carnet de militante y una carta de las que Pedro mandó. Antonio plantó semillas de gente buena, de gente auténtica, de hijas y nietas que son las rosas más abiertas y vivas; de ejemplos de tolerancia, respeto y autenticidad que por fin he podido abrazar estos días.

Pedro y sus compañeros, que son los míos, dieron su vida por defender la igualdad de oportunidades, la libertad, la democracia y un estado elegido en las urnas, la república y la educación. Lo mismo que hoy defendemos los socialistas. Como si no hubieran pasado los años seguimos gritando lo mismo y no podemos entender cómo hay quien pretende que esas cartas, esas lágrimas se sigan guardando.

Recorro los pueblos de Andalucía y descubro que aquí están las razones de mi lucha: la de los jornaleros, maestras, madres, abuelas, nietas, trabajadores, compañeras y compañeros que tras charlar, compartir y aprender de la experiencia vivida lloramos al recordar que seguimos juntos bajo el mismo grito, el que Pedro ponía como final en sus cartas: “Salud y República”.

Tenemos una historia escrita por gente valiente, coherente y con dignidad. Merecen que la mantengamos viva para que su lucha no quede vacía. Los jóvenes somos testigos y herederos de sus logros; responsables de desarrollarlos y seguir manteniendo viva la utopía. Porque lo que para ellas y ellos fueron sueños hoy es nuestra realidad.

Es preciso recordar, porque fue cierto, que Pedro y Ana vivían en un Estado laico, que defendía la igualdad. Una República que repartía la riqueza, garantizaba la educación y la sanidad, que comenzaba a desarrollar un Estado Federal. Exactamente lo mismo que hoy luchamos por mantener vivo y mejorar.

Estas líneas hoy van por su memoria, en agradecimiento a las lecciones que nos dejaron, a los retratos de Mariana Pineda que se pueden volver a colgar después de haber sido pisoteados y escondidos, a las cartas que nos arrancan lágrimas de frustración que no queremos volver a llorar.

Sin saber de dónde venimos será muy difícil saber a dónde queremos llegar.