Los títulos bursátiles son como la política: unas veces están arriba y otras por los suelos. Cuando invertimos en bolsa – decía el abuelo de la camisa de rayas - las aguas turbulentas  y las tormentas de los  mercados determinan, en cada momento, el precio de nuestros activos. Las acciones que hoy compramos a veinte, mañana se sitúan  por debajo de los cinco. Son las fluctuaciones del entorno, las que marcan en cada momento, el valor de lo invertido. En política – seguía el abuelo, mientras ojeaba la Gaceta – pasa algo parecido. El político de turno no vale lo mismos reales hoy que el día de las urnas.

Durante cuatro años, el príncipe elegido se convierte en un activo bursátil sujeto a las turbulencias de su entorno. La corrupción y los incumplimientos del programa son los achaques que infravaloran, día tras día, el precio de sus acciones. La honestidad y el cumplimiento con lo pactado siembran las tendencias alcistas de su legitimidad y las posibilidades de reelección. A lo largo de su mandato, el valor del gobernante cambia de valor. Cambia, de la misma manera, que los camaleones mudan su color para camuflarse del enemigo o atraer a sus parejas. Son precisamente, esos cambios coyunturales desde que comienza el encargo de su mandato hasta el día de las urnas, los que marcan el devenir legítimo del elegido.

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