En nuestro país, la sucesión de fiestas navideñas tiene su corolario a comienzos de año con la llegada de los Magos de Oriente (así los llama san Mateo en el único de los Evangelios en el que encontramos referencia a los mismos). Dicha celebración también está vinculada a la tradición de escribirles una carta para que les dejen regalos a los niños. Debe ser uno de los pocos casos en los que se mantiene la costumbre de un texto escrito a mano, sin que se haya sustituido por cualquiera de las innovaciones tecnológicas de las que hoy disponemos.

Aquellas cartas de nuestra infancia, para la mayoría de los niños, estaban llenas de frustraciones, puesto que por lo normal casi nunca recibías aquello que pedías, pero lo curioso era que se trataba de una frustración efímera, diluida desde el momento en que asumías otros regalos, entre los cuales a veces alguno coincidía con tu solicitud, pero la ilusión de encontrar aquellas novedades podía más que tu deseo expresado en carta. Además, de inmediato renacía el deseo de que quizás al año siguiente los Magos estarían menos ocupados y podrían atender tu demanda.

Pero lo que me interesa de la celebración no es la fiesta, ni los regalos, sino el hecho de que se escriban cartas. ¿Cuándo escribimos la última? ¿Alguien recuerda el placer que suponía comunicar algo de forma detallada, sin prisa? ¿Somos conscientes del ejercicio de reflexión necesario para escribir a mano frente a la improvisación que prima en los sistemas actuales? ¿Acaso no existe una gran diferencia entre expresar nuestras emociones de forma descriptiva, con palabras, y no a través de símbolos?

En estos momentos escribo este artículo de manera directa a través del teclado de mi ordenador, cosa que me parecía impensable cuando comencé a utilizar esta herramienta, de modo que al principio escribía a mano y luego copiaba. Ahora ya no escribo los artículos a mano, pero sí lo hago siempre que debo redactar un texto largo, aunque luego deba corregirlo. Las pausas que hago al escribir a mano me permiten una reflexión muy diferente a la que realizo cuando solo escucho el ruido que producen las teclas, tan distinto del silencio que acompaña a mi pluma cuando se desplaza sin esfuerzo sobre el papel. Cuando miro a una pantalla, me resulta difícil identificarme con las frases que aparecen, pero cuando la tinta corre siento que esas palabras son mías, les encuentro una vida de la que carecen los tipos de una letra que previamente he seleccionado pero que no es la mía, puesto que cualquier otra persona la realizaría de forma idéntica.

Pienso, en este comienzo de año y en esta situación crítica, en la necesidad de llegar a grandes acuerdos por parte de las fuerzas políticas. Si tuviera que pedir algo, llamaría al ejercicio de la reflexión, recomendaría a los dirigentes políticos que se sentaran en su mesa, redactaran y escribieran sus propuestas a mano, sin recurrir a asesores ni intermediarios, y que luego las enviaran en forma de carta a los demás, que estarían obligados a responder, también de modo personal y a mano. En otros momentos de nuestra historia, la correspondencia, pública o privada, ha servido para solucionar algunos problemas, y no me parece que una llamada de móvil, un sms o un whatsapp puedan ser más eficaces.

El año pasado se conmemoró el bicentenario de la Constitución de Cádiz, y no estará de más recordar con qué contaban aquellas Cortes al comenzar sus sesiones, según el relato de Agustín Argüelles: “Un simple recado de escribir con pocos cuadernillos de papel sobre una mesa, a cuya cabecera estaba una silla de brazos y a los lados algunos taburetes, eran todos los preparativos y aparato que se habían dispuesto para que volviesen a abrir sus sesiones las corte generales de una nación célebre por su antigua libertad y privilegios”.

El recado de escribir no era sino el conjunto de objetos, en especial tintero y pluma, necesario para escribir. Así pues, si tuviera que hacer alguna petición o recomendación a nuestros políticos de cara al año que comienza, les diría: ¡a escribir!, a mano por supuesto.

 

* José Luis Casas es investigador y catedrático de Historia