Según este estudio la tasa de actividad económica que escapa al control de la Hacienda Pública en nuestro país -una de las más altas de nuestro entorno- es del 22,5% que, dicho en román paladino, representa un volumen anual de 240.000 millones de euros  y que, para dar una idea de su importancia, equivale a casi dos veces y media el importe máximo comprometido este mismo sábado por el Eurogrupo para el rescate del conjunto de nuestro sistema financiero. Datos del propio Ministerio de Hacienda señalan que las dos grandes bolsas de fraude son las operaciones de compraventa protagonizadas por empresas constructoras e inmobiliarias y las actividades derivadas del ejercicio de las profesiones liberales y, a estas dos, habría que añadir, entre otras, aquellas que carecen de un claro y definido marco legal y las que son indubitablemente delictivas y que están relacionadas con el narcotráfico, las redes ilegales de la prostitución o la corrupción político-empresarial.

Quizás se entienda mejor la nefasta repercusión que tiene sobre la sociedad la existencia de esta economía en la sombra si se señala que, anualmente, las arcas públicas dejan de recaudar unos 73.000 millones de euros, es decir, que este sería el volumen de recursos que queda de forma ilegal en manos de personas que -¡oh paradoja!- suelen ser auténticos patriotas de himno, bandera, charanga y pandereta, y que, obviamente, deja de financiar la salud, la educación, las infraestructuras, los servicios públicos, la ayuda al desempleo, las pensiones, la dependencia y otras muchas prestaciones sociales de las que se benefician ellos mismos y sus allegados -aunque no las paguen- y también el resto de sus conciudadanos -que sí contribuyen a su financiación en la medida de sus posibilidades-.

Pareciera lógico pensar que la primera de las prioridades que debería quitar el sueño a los gobernantes sería la de arbitrar un decidido y agresivo paquete de medidas encaminadas a solucionar este gravísimo problema fiscal que nos salvaría con holgura de la agónica situación de desequilibrio presupuestario que nos atenaza como consecuencia de la grave crisis económica que padecemos; pero no es así.

La confianza de la ciudadanía en la política está tan mermada que nuestros actuales dirigentes, conscientes de la dificultad que entrañaría remontar este sentimiento de desánimo, han debido pensar que no merece la pena intentarlo y que es preferible -¡la ocasión la pintan calva!- adoptar iniciativas al servicio de los intereses de aquellos que auténticamente representan, a saber: drásticos recortes del Estado de Bienestar y amnistía fiscal para los grandes defraudadores. Aseguran que con esta última medida -¡y lo venden como un triunfo!- recaudarán 2.500 millones de euros. Calderilla para las necesidades de demasiados ciudadanos, pero una oportunidad de oro para blanquear a su antojo el dinero negro que atesoran estos auténticos piratas en sus modernas cuevas financieras.

Quisiera equivocarme, pero actuaciones como la descrita nos están avocando a una situación cuyas funestas consecuencias son difíciles de pronosticar. El miedo y la angustia -hábilmente utilizados por los responsables del cotarro- están sirviendo de amortiguadores para que no se haya producido aún una auténtica rebelión, pero la desesperanza y la indignación están anidando con excesiva virulencia en las entrañas de los más desfavorecidos y la insurrección social habrá de producirse de forma poco menos que irremediable. ¡Ojalá se impusiera la cordura, pero ésta parece ser incompatible con la ruindad de una minoría que no ve más allá de su desmedida avaricia!

Gerardo Rivas Rico es licenciado en Ciencias Económicas