Seguro que habrá rehecho las operaciones más de una vez, con el mismo miserable resultado y, siempre con la duda de si no habrá otra manera de desgravar algo más, habrá acabado rindiéndose y apretando la tecla de aceptar, como quien dice: “Bueno vale, pero que sepas que sé que me engañas”. Otro año más, otra declaración más, otra vez la misma sensación de que en este país los únicos que cumplen con la legalidad, de forma forzada, pero legalidad al fin y al cabo, son gente como usted.

Con tanto papeleo se ha hecho tarde, hora ya de la cena. Un par de voces a los niños para que se laven las manos y se sienten de una dichosa (quizá usted utilice otra expresión) vez y con la verdura y la carne rebozada, llegan las noticias del informativo de la noche. Bankia, ese banco que ahora le pertenece un poquito a usted, porque de esa declaración que acaba de confirmar sabe que casi 500 euros irán para tapar su infinita deuda, estudia si pagar 1,2 millones de euros a Rodrigo Rato, para que no se vaya a trabajar a la competencia. A usted se le cae el tenedor de las manos, y el aceite salpica el hule que protege la mesa. Los niños se ríen por la cara que se le ha quedado, con el labio inferior casi colgando, y se ganan otra reprimenda para que rían menos y coman más.

Con las patatas consigue tragarse lo de Rato, y se dispone a hacer lo propio con la carne rebozada, que hoy ha quedado bastante dura. En televisión aparecen ahora imágenes de un precioso hotel de lujo, junto a un campo de golf de lujo, mientras la voz en off del periodista de turno, le informa de que ese es el lugar al que ha ido más de 20 veces en los últimos meses el presidente del Consejo General del Poder Judicial, a pasar fines de semana de cuatro días y cenar con un muy amigo, acompañado por los siete guardaespaldas que le corresponden por el muy honorable cargo que representa. Y el periodista de turno acaba diciéndole, por si usted no lo sabía, que buena parte de esos gastos van a cuenta de usted.

La carne se escapa del tenedor, rebota en el borde del plato y sale despedida hasta mitad de la mesa, provocando de nuevo el jolgorio infantil, que usted ya no está con ánimo de atajar. Lo coge de mala manera, lo vuelve a poner en el plato y antes de que vuelva a intentar pincharlo con el tenedor, se queda paralizado cuando oye que el provocador locutor, dispuesto a amargarle la cena, añade: “El ministerio fiscal no ve delito en estas acciones, porque considera imposible distinguir los gastos públicos de los privados del señor Dívar”. Y usted, enfurecido, pero procurando que no lo oigan los niños, murmura en voz baja, que ojalá que la vaselina, que seguro que también le ha tocado pagar en parte a usted, estuviera caducada.

Por fin llega el postre. Hoy toca naranja. Empieza a pelarla, mientras sonríe porque su cerebro juguetea haciendo una asociación de ideas entre el nombre de la acción que ha comenzado a realizar y la figura que aparece ahora en la pantalla, la de un sacerdote con cara de niño viejo, que amenaza con que si les hacen pagar impuestos tendrán que cerrar Cáritas. Pero el periodista de TVE, que hoy se está ganando a pulso no sobrevivir al cambio de dirección de la cadena, recuerda a los telespectadores que la aportación de la Iglesia a la ONG no llega al 5%.

Y a usted, que acaba de repasar lo que paga cada año por el pisito que comparte en propiedad, que no en gastos, con su banco, se le hincha la vena del cuello y grita, ahora sin que le importe que lo oigan los niños: “¡Me cago en Dios y en su puta madre!”. Se levanta de la mesa, corre al ordenador, que aún está encendido, y olvidándose de los más básicos principios de la informática, lo zarandea mientras grita: “¡Devuélveme la declaración cabrón, devuélvemela…!”. Los niños lloran asustados en el comedor, mientras su esposa intenta consolarlos, diciéndoles que no se preocupen, que ya saben que cada año por estas fechas le pasa lo mismo a papá.

Pero el deslenguado periodista, como si adivinara que le quedan cuatro telediarios, no está dispuesto a detener su listado de provocaciones. Como puntilla final, comienza a explicar las consecuencias de la amnistía fiscal. La mujer alarmada huele la tragedia y cambia la estrategia con los niños animándolos ahora a llorar más fuerte. “¡Llorad niños, llorad, que no lo oiga papá!”.