Sin embargo, el discurrir de los acontecimientos ha conseguido subvertir aquel entusiasmo primigenio para convertirlo en un irreprimible sentimiento de vergüenza ajena.



Un ambicioso proyecto
El proyecto del Diccionario biográfico hispano era, según me dijeron, heredero directo del origen de la Real Academia de la Historia, nacida en 1738 del propósito de llevar a cabo un monumental “Diccionario histórico-crítico de España” destinado a “desterrar las ficciones de las fábulas con la más exacta cronología”. Diversas vicisitudes y la falta de medios propia de la época frustraron en su momento aquella magna obra. Dos siglos después, en 1999, mediante acuerdo con el Ministerio de Cultura del gobierno Aznar, la Academia quiso ser fiel a sus orígenes y decidió elaborar el mayor –unas cuarenta mil biografías-- y mejor –por objetivo--Diccionario biográfico hispano siguiendo los mismos criterios que su hipotético antecesor en cuanto a rigor y ecuanimidad.



Una elección malintencionada
La realidad ha demostrado que no ha sido así. Son varios los errores históricos que se han detectado y no vamos a insistir en ellos. Son tan burdos y es tan evidente que esconden intencionalidad política que antes que repetirlos, cabe preguntarse el porqué se han producido.

En primer lugar habría que cuestionar la elección de, por ejemplo, el catedrático medievalista Luis Suárez para la redacción de la biografía del general Franco o del fundador del Opus Dei, Monseñor Escrivá de Balaguer. Una de las condiciones que se nos exigieron a todos los colaboradores era la especialización o el haber llevado a cabo un estudio concreto que avalara nuestros conocimientos. En este caso la especialización no existía pero ¿acaso era un aval el ser patrono de la Fundación Francisco Franco o miembro del Opus Dei? Evidentemente así debió considerarse cuando lo que se pretendía era realizar una hagiografía tanto del fundador como del dictador.



Asumir responsabilidades
Habría pues que aclarar quién fue el responsable de la elección de los colaboradores. Los equipos de trabajo estaban formados por comisiones de académicos responsables del encargo y la supervisión de los textos, pero como máximo responsable científico figuraba el director de la misma, Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón. El mismo que en recientes declaraciones a los medios se ha eximido de toda responsabilidad aduciendo que cada redactor era dueño de sus palabras.

Es cierto que todo el que escribe debe asumir las consecuencias de aquello que ha escrito. La ley reconoce, incluso, el derecho moral de todo creador a que su autoría sea reconocida. Pero cuando se trata de una obra colectiva, la responsabilidad del resultado final recae tanto de iure como de facto en el director de la misma. Máxime cuando se trata de una empresa de tanta envergadura como el Diccionario Biográfico.



Celadora de la verdad histórica
Era, pues, obligación de la Academia -- o lo que es lo mismo, de su director y del resto de académicos -- la revisión cuidadosa de todos y cada uno de los artículos. La historia es materia sutil, fácil de manipular y frecuente víctima de las ambiciones políticas. La única razón de ser de una Academia de Historia es, precisamente, proteger la verdad histórica de aquellos que quieran subvertirla. Y, evidentemente, en este caso no ha sido así.

No estaría de más recordar que en sus Estatutos fundacionales la Academia puntualizaba que el  objetivo final de la Institución sería procurar "la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia o por la malicia, conduciendo al conocimiento de muchas cosas que oscureció la antigüedad o tiene sepultado el descuido” y hacerlo, según la reforma del reglamento llevada a cabo en 1792, con el rigor necesario "para que en tiempo ninguno" pudiera someterse a "ninguna autoridad intrusa



Una ambición frustrada
Si el objetivo del diccionario biográfico era la de establecer una “biblia” biográfica de la historia de España no puede decirse impunemente que Franco no fue un dictador, describir los sentimientos íntimos de Escrivá de Balaguer a la hora de celebrar Misa o asegurar que Negrín articuló un estado totalitario. Afirmaciones como esas desvirtúan la esencia misma de toda publicación historiográfica que, de inmediato, pasa a convertirse en panfleto. Todo lo contrario de lo que, según el prolijo informe que se nos entregaba al iniciar la colaboración, se exigía: objetividad, ecuanimidad y carencia total de valoraciones personales en la redacción del artículo.

Se impone, pues, una revisión a fondo del diccionario. Tanto por rigor científico como por preservar el buen nombre de tantos colaboradores que volcamos en el diccionario horas de trabajo y dedicación. Debería hacerse, además, no por imposición gubernamental, sino por iniciativa de la propia Academia que, tras retirar la edición, habría de volver sobre sus pasos. Solo así recuperaría credibilidad. La misma que la complacencia de unos pocos con sus patronos económicos y políticos le ha hecho perder.



María Pilar Queralt del Hierro es historiadora y escritora